Educar con el ejemplo
Cualquier servidor público tiene vedado servirse de lo público con fines particulares, algo que debería saber la funcionaria Victoria Donda
- 4 minutos de lectura'
Las normas que rigen la convivencia civilizada contemplan que, al violentarlas, se abran instancias punitivas. Al menos eso es lo que muchos aprendimos de niños. Es la Justicia el ámbito de resolución de cualquier diferencia. Recientemente nos referimos a la escandalosa liberación de Amado Boudou como paradigmático botón de muestra de una vergonzosa realidad que compromete a muchos magistrados. Desgraciadamente, los episodios se repiten a todo nivel.
Meses atrás se conoció que la recientemente confirmada interventora en el Instituto contra la Discriminación (Inadi), Victoria Donda, había sido acusada por su exempleada doméstica de ofrecerle empleo en el organismo a su cargo o de sumarla a un plan social para facilitar su desvinculación –con motivo de la pandemia– sin indemnización, luego de más de 10 años de relación laboral. A Donda se le inició una causa por los delitos de administración fraudulenta y malversación de fondos.
En un reciente fallo, el juez Sebastián Casanello consideró que el comportamiento de Donda no constituía un delito penal, pues no se podía acreditar que hubiera actuado en la prosecución de sus promesas a la exempleada. Dicho de otra forma, lo propuso, pero no tuvo necesidad de avanzar pues la trabajadora doméstica habría rechazado el ofrecimiento. Probablemente no nos hubiéramos enterado de todo esto de no haber sido así. La sagacidad de Casanello sí detectó que había tenido una conducta claramente inapropiada para una funcionaria pública, lo cual podría eventualmente analizarse a la luz de la ley de ética pública, según justificó.
El fiscal Guillermo Marijuan apeló el sobreseimiento y argumentó que se encuentra probado que la funcionaria abusó de su condición y que privilegió su interés particular. Pidió también que se cite a Donda a declaración indagatoria e insistió en que lo que se halla en discusión fue el mecanismo que ofreció a la empleada con quien finalmente no se puso de acuerdo.
No hay castigo porque, como sociedad, parecemos haber perdido en gran medida la noción de lo que está bien y lo que está mal, como en el tango de Discépolo
Cuando los hechos alcanzan una tan alta exposición pública, su resolución adquiere un valor ejemplificador que no puede minimizarse. No puede dar todo igual. Claramente no estamos en Japón, donde una cuestión de honor puede conducir a un imputado al suicidio, pero aceptar niveles incomprensibles de laxitud en las condenas no solo atenta contra el prestigio de la Justicia, sino que sienta funestos precedentes para la salud republicana.
Poco queda ya de aquello de “educar con el ejemplo” en esta sociedad en la que tantos carecen de la noción del mínimo respeto. Llenarse la boca en defensa de los derechos humanos supondría respetarlos, en primera persona. Conducir un organismo como el Inadi también presupone un compromiso personal con la no discriminación. Nada de esto parece haber sido tenido en cuenta a la hora del impropio ofrecimiento a quien llevaba tanto tiempo prestándole múltiples servicios, sin aumentos, aguinaldos ni vacaciones –según denunció la empleada– y con recibos de dudosa confección.
Cuántas situaciones similares no trascienden y quedan en las sombras si son tantas las que saltan a las noticias sin que nadie ya se escandalice. Está claro que el valor del mérito viene en picada, cuestionado en primer término por nuestro propio presidente. En su lugar, el nepotismo y las cadenas de favores entre amigos, o incluso subordinados a quienes conviene sobar, son trampolines para engrosar la lista de quienes viven de los favores del Estado. Y después, nos refriegan la impunidad en la cara. Nos arrojan los bolsos con desparpajo, nos hacen pagar cualquier cosa como gastos de representación, abusan de los bienes del Estado en tierra y en aire, total… si pasa, pasa. Cualquier servidor público, precisamente, tiene vedado servirse de lo público con fines particulares.
Y cuando se detecta una anomalía, algo que no debiera ser, en lugar de caer sobre su responsable con todo el peso de la ley, asistimos a la relativización del episodio, debemos aprender que todo puede encuadrarse como lawfare, y que aquí no ha pasado nada. De un titular o un zócalo con la sonora acusación a otro, con el sobreseimiento. Causa y efecto, indeseado. No hay castigo porque, como sociedad, parecemos haber perdido en gran medida la noción de lo que está bien y lo que está mal, como en el tango de Discépolo. Solo poniendo coto a la pasividad y el sometimiento ciudadano a estos procederes podremos revertir la funesta secuencia en la que parecemos entrampados. No bajemos los brazos. No renunciemos al reclamo. Por lo grande pero también por lo pequeño. Ejerzamos nuestros derechos y exijamos que todos por igual los respeten. Nuestros niños nos observan.