Educación: una emergencia impostergable
Desentendernos de la grave situación de la educación y dejar que los políticos sigan distraídos en sus intereses particulares es embargar el porvenir
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Nadie osaría afirmar que los problemas que enfrenta el sistema educativo argentino arrancaron con la pandemia. Esta solo puso dramáticamente la lupa sobre todo lo que había que corregir. Tomando solo un tema de una extensísima lista, la Argentina exhibe uno de los mayores índices de deserción escolar del Tercer Mundo, con un pico de entre el 13% y el 15% alcanzado durante 2020, que se acentúa entre los sectores de más bajos ingresos. Hablamos de 1,5 millones de alumnos que se desvincularon de sus estudios en pandemia; demasiados aún sin reinsertarse y unos 360.000 estudiantes que cada año interrumpen su trayectoria escolar. ¿A cuántos más veremos alejarse del desarrollo de sus potencialidades antes de que algo cambie?
Desde el Observatorio Hacer Educación, se analizaron las percepciones de los argentinos sobre la calidad de la educación que reciben sus hijos, y el diagnóstico sobre la gravedad de la crisis es altamente compartido. Casi milagrosamente, sin entrar en detalles, en esta materia estaríamos todos mayormente de acuerdo, pero no alcanza. El nivel secundario alcanza apenas el 30% de aprobación frente al 40% del primario y al 60/70% tanto para el nivel inicial como para el universitario. La mayoría coincidió en que la formación y la capacitación docente eran el principal problema, seguidos por cuestiones ligadas a la falta de inversión, que, si bien debería ser del 6% del PBI, no se cumple.
Casi a diario conocemos estadísticas, informes, resultados de evaluaciones y sondeos de opinión pública sobre el estado de la educación en la Argentina. Los diagnósticos podrán diferir en cuestiones menores, pero todos coinciden en los grandes trazos que urge corregir. Por ejemplo, la cantidad de días de clase al año para el nivel primario es un tema medular. Mientras en Japón son 203, en la Argentina a duras penas llegamos a los 168 –cuando los conflictos gremiales lo permiten–, por debajo incluso de Brasil (192). La falta de continuidad sigue castigando en mayor medida a los más vulnerables.
Con casi la mitad de los estudiantes argentinos que no alcanzan hoy el nivel mínimo de comprensión lectora en la primaria, llegando a más de 6 de cada diez en el tercil de menor nivel socioeconómico, las políticas de Estado en alfabetización no pueden seguir haciéndose esperar. La ONG Argentinos por la Educación insiste, con toda razón, en que la educación debe estar en el centro del debate público.
Suman 38 las organizaciones argentinas que trabajan para ubicar la educación como una prioridad nacional (www.primeroeducacion.org.ar/), articulando objetivos, proyectos e intervenciones coordinadamente. Pero tampoco alcanza.
En 2020, atravesados por la pandemia y con escuelas cerradas, la por entonces diputada Brenda Austin (UCR) planteaba que la educación es una actividad esencial y presentaba un proyecto para declarar la emergencia educativa. Lo mismo hicieron los diputados de Pro María Eugenia Vidal, en 2021, y Martín Maquieyra, en 2022; ninguna de estas iniciativas salió de la comisión respectiva en la cámara de origen. Las presentaciones y derroteros de los proyectos en el Congreso se repiten sin que se logren las aprobaciones. Mucho menos los tan urgentes como ambiciosos avances que proponen.
La senadora por Córdoba Carmen Rivero (Pro) presentó días atrás un nuevo proyecto de ley para la declaración de la emergencia educativa en la Argentina, a fin de garantizar que todos los chicos aprendan a leer y escribir en tiempo y forma, con el acompañamiento de sus pares Alfredo Cornejo, Luis Juez y Carolina Losada.
Reconocer la emergencia del sistema educativo nacional en todos los niveles y modalidades es el primer paso, pero una simple serie de primeros pasos repetidos a lo largo del tiempo no nos acerca a la meta.
El trabajo parlamentario debe entenderse no solo como la presentación de proyectos de todo tipo y color –algunos por demás criticables, dada su nimiedad cuando las urgencias son tan enormes–, sino fundamentalmente como la capacidad de instalar los debates y construir los consensos en torno a las iniciativas para darles curso real.
Si definitivamente los argentinos no logramos que la educación se constituya en una prioridad, poco podemos esperar de nuestro ya de por sí incierto futuro. Transitamos una auténtica emergencia, y avanzar con la ley solo será un primer paso al que deberán seguirle muchos otros. Desentendernos como sociedad de esta gravísima situación y dejar que nuestros políticos y funcionarios sigan distrayéndonos sin exigirles la atención de los problemas que verdaderamente preocupan al ciudadano es embargar el porvenir. Un ominoso futuro sin educación.