Economía popular, otra fantasía socialista
A través del empleo formal, los aportes laborales y el pago de impuestos,el único pilar es el sector privado, que sostiene toda la estructura del Estado
Desde tiempo inmemorial, el hombre ha querido vencer a la muerte, a la pobreza, a las enfermedades, a la vejez, con mecanismos o pócimas siempre fracasados. Los alquimistas buscaron la piedra filosofal; los curanderos, el elixir de la vida, y los físicos, el movimiento perpetuo. Charles Fourier propuso el falansterio; Carlos Marx, la dictadura del proletariado; Mao Tse-tung, la revolución cultural, y Fidel Castro, la liberación latinoamericana.
A pesar de tantos fracasos, en la Argentina se continúa intentando doblegar las leyes de la vida, ignorar los incentivos humanos, burlar las restricciones de la escasez, desdeñar la fuerza de la entropía y hasta rechazar la ley de la gravedad.
El nuevo titular de la Subsecretaría de Promoción de la Economía Social, Daniel Menéndez, además coordinador del Movimiento Barrios de Pie, es un ejemplo singular de este perenne optimismo por reinventar la rueda. En este caso, reformular la economía, creyendo que con más gasto público se puede generar riqueza.
En recientes declaraciones, el subsecretario piquetero manifestó que "la idea de la temporalidad de los planes asistenciales fracasó". Según su visión, durante el menemismo, el capital extranjero impuso una reconversión productiva cerrando fábricas y desmantelando industrias para importar bienes del exterior, provocando despidos y desocupación. En aquella época, y como paliativo, se lanzaron planes asistenciales temporales, a la espera de un nuevo ciclo económico que reincorporase a los excluidos al sistema formal. Como los "planes de empalme" de Mauricio Macri.
Menéndez considera que se trata de un fenómeno permanente, pues los excluidos nunca podrán regresar a la relación de dependencia tradicional. La estructura productiva argentina quedaría así conformada por dos universos diferentes: las empresas privadas, con su lógica capitalista de maximización de beneficios y las organizaciones sociales, formadas por los excluidos, impulsoras de emprendimientos solidarios, cooperativos y carentes de espíritu de lucro, con esquemas más justos e inclusivos que el mercado.
En su opinión, en la Argentina ya no hay posibilidad de que el sector privado aumente la demanda de empleo y lo único que va a cambiar la ecuación son los puestos de trabajo que genere el Estado para la economía popular, que comprende a cuatro millones de personas. "El desarrollo del capitalismo no genera condiciones para que se incorpore a esas personas. El Estado debe ayudar a desarrollar otra economía fuera del mercado. Es un empleo que tiene otra lógica y debe regularse con otros derechos, obligaciones y un esquema de competitividad".
A su juicio, sería la economía popular el pilar sobre el cual se asentará en el futuro el desarrollo nacional, como sostén del Estado y sus prestaciones. Criterio compartido por el presidente de la Nación, para quien la viga maestra de la reconstrucción será una mal entendida "solidaridad" y no la inversión.
Esta arquitectura falla desde su base: la llamada economía popular es otra forma de gasto público y, como tal, no es pilar de soporte del Estado, sino un peso adicional agregado a este. El único pilar es la economía privada, que, a través del empleo formal, los aportes laborales y el pago de impuestos, sostiene toda la estructura de aquel, con sus múltiples legisladores, ministerios, jueces y empleados, incluyendo a los cuatro millones de integrantes de la economía popular.
La Argentina es un país extravagante. Declara derechos escandinavos y pretende sufragarlos con productividad subsahariana. Para su efectiva vigencia, todos los derechos requieren una partida presupuestaria, en forma de subsidios, de organismos, de mayor personal, de docentes, de enfermeras, de acompañantes terapéuticos, de apoyo escolar, de mayor equipamiento o de costosas obras. Incluso para sostener a la "economía popular". Sin dinero, todos los derechos son cartón pintado.
Desde la Revolución Industrial se sabe que el crecimiento de una nación depende de la acumulación de capital y la disponibilidad de tecnología: ello permite aumentar la productividad, mejorar los salarios y proveer de bienes públicos. La economía privada funciona de esa manera, con plantas industriales, pozos petroleros, usinas generadoras, calderas, camiones, rutas, ferrocarriles, puertos, barcos, grúas y contenedores, centros de cómputos, software, logística y robótica. Y, por sobre todas las cosas, con técnicos, obreros y profesionales bien formados, actualizados y responsables.
La economía popular es su antítesis: funciona en forma artesanal, dirigida por expertos en movilizaciones, sin tener capitales y sin dar empleo formal. No contribuye a los gastos colectivos, sino que los aumenta, pidiendo subsidios. Es el sistema que prevaleció en el mundo antes de los telares mecánicos y la máquina de vapor. Y aún puede verse en Sudán, Malawi y Burundi, además de en algunos países más cercanos, que han decaído por su rechazo a las libertades personales y la propiedad privada, como Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Los propulsores de este formato productivo creen haber inventado el móvil perpetuo y que la economía popular podrá expandirse alimentada a subsidios como si estos surgieran de la nada. Pues no es así: cuanto mayor la desmesura del gasto público, menor es la inversión privada, que se contrae en forma simétrica. Hasta su extinción.
En el imaginario de Menéndez, la economía popular es una salvación frente al fracaso capitalista, dando empleo a quienes las empresas excluyen. Y creerá que, al final del camino, podría configurarse un país más justo e inclusivo, con pleno empleo, sin patrones, ni explotación, mediante la expansión de la economía popular hasta erradicar a la última multinacional y otros grupos concentrados. Pero sin aclarar quién aportará los recursos para mantener al Estado, ni a los actores de la economía popular, en ausencia de empresarios particulares.
Este razonamiento, digno de Tomás Moro y su isla del rey Utopo, en la Argentina no puede tomarse en broma, ya que uno de los dirigentes más relevantes de la economía popular, Juan Grabois, declaró respecto del campo, principal aportante de recursos al Estado, que se debe barrer definitivamente a ese "sector de parásitos", en tanto que Oscar Parrilli, senador y alter ego de Cristina Kirchner, también culpó al campo por haberse enriquecido, fugado dinero y ser culpable de la crisis que vivimos.
El Estado puede subsidiar en forma temporaria a quienes se encuentran desempleados, mediante distintos formatos y por tiempo limitado. Pensar que un país pueda dar empleo y sostener sus gastos gracias a organizaciones sociales que no son sustentables sin subsidios es creer que una persona puede volar, levantándose por sus talones. Un camino peligroso que solo puede destruir al sector productivo en aras de una fantasía socialista, como tantas otras ya experimentadas desde tiempo inmemorial.