¿Dónde está el piloto?
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Esta pregunta podría ser una alusión humorística al conocido filme del mismo nombre (1980), pero revestiría un tono dramático en boca de un pasajero que en pleno vuelo descubre que la cabina de pilotaje está desierta. Y hoy puede ser una justificada expresión de angustia al constatar el vacío de poder que paraliza el Gobierno en medio de una alarmante crisis económica y social. Los primeros síntomas de esta situación se insinuaron desde el comienzo.
El presidente Alberto Fernández abdicó rápidamente de las responsabilidades institucionales de las que había sido investido por el voto popular, reconociendo sin pudor su subordinación a los designios de su “jefa” y vicepresidenta. Su integridad moral, seriamente comprometida por una repentina e inexplicable conversión al cristinismo, quedó definitivamente en ruinas tras sus mentiras públicas sobre la “fiesta de Olivos” y el “vacunatorio Vip”. La falta de credibilidad, un discurso definitivamente errático y una manifiesta falta de idoneidad para desempeñar su cargo devaluaron su palabra más aún que la castigada moneda nacional, y eclipsaron definitivamente –tras algunos fugaces destellos– su figura de gobernante.
Aun antes de su reciente “renunciamiento” a la reelección, el actual presidente había sido castigado por los propios con el desprecio y el aislamiento, y obligado a llenar su agenda con eventos intrascendentes, que aprovecha para exponer los logros imaginarios de su fallida gestión ante plateas módicas pero pacientes.
La vicepresidenta, también tempranamente, ensayó el doble juego de ser y no ser gobierno, arrogándose por un lado las decisiones de su interés (en particular, lo referente a su propio poder y su situación judicial) a la vez que se desentendía de otros asuntos de gobierno (como la pandemia o la inflación) y tomaba distancia creciente de su delfín en cuanto este comenzó a demostrar su pasmosa ineficacia. Su espacio político loteó el aparato del Estado, se apoderó de las principales cajas, rifó los magros recursos del fisco, gestionó con la impericia de aficionados y se enredó en una lucha intestina que dejó el país a la deriva.
Quizás logre llegar a las PASO, aunque la procrastinación de las medidas de fondo tendrá costos incalculables para el futuro. Aun en el caso de que el país pueda alcanzar algún grado de estabilidad monetaria y cambiaria en los pocos meses que nos separan de las elecciones generales, es claro que ningún problema quedará resuelto, y la urgencia económica no nos debe hacer olvidar otros muchos aspectos de gobierno que están virtualmente abandonados al desorden: pobreza, educación, infraestructura de comunicaciones, energía, política exterior y salud, por mencionar algunos de ellos.
En casi todos los aspectos, tanto los estándares de gestión como los resultados están en caída libre, situación que hasta los países vecinos contemplan con sorpresa y horror. ¿Era necesario llegar a este extremo para comprender lo que sucede cuando se juega con la Constitución? ¿Qué democracia queremos? ¿Una democracia degradada u otra en la que se garanticen los derechos y las responsabilidades, la división de poderes, con instituciones de calidad, con transparencia en los actos de gobierno?
Las próximas elecciones comportan una buena oportunidad para el futuro que no debe desperdiciarse. La oposición también debería asumir su rol con mayor responsabilidad.
FUENTE: REVISTA CRITERIO