Distribución de vacunas: ¿pública o privada?
Hay aspectos que explican la centralización del reparto de dosis contra el Covid en el gobierno nacional, aunque no implican que se lo esté haciendo bien
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Sorpresivamente, el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, anunció días atrás que los gobiernos de las provincias y de la ciudad de Buenos Aires podían adquirir por su cuenta vacunas contra el coronavirus. Sus declaraciones llamaron la atención, porque desde fines del año pasado varios gobernadores realizaron gestiones tendientes a conseguir dosis para inocular en la población de sus distritos, pero se encontraron con la respuesta del gobierno de Alberto Fernández de que la compra de estos productos estaría centralizada en el Estado nacional. Algo similar a lo que ocurrió con la compra de respiradores. Hoy difícilmente las autoridades provinciales y municipales podrían salir con éxito al mercado internacional en busca de las vacunas necesarias, por cuanto la demanda mundial supera ampliamente la oferta.
La demora en recibir la vacuna contra el coronavirus ha despertado en muchas personas la inquietud de reclamar alternativas distintas a la de delegar en el gobierno nacional esa responsabilidad. Algunos proponen que las vacunas se comercien en las farmacias y que el Gobierno deje de intervenir en ese proceso. Se argumenta que así los escasos fondos públicos podrían destinarse hacia los segmentos de menores ingresos.
Tanto esta propuesta como la idea de que las provincias y los municipios cumplan el rol que hasta ahora desplegó el gobierno nacional parecen lógicas, al tiempo que no hay ninguna disposición legal que lo impida. Sin embargo, hay aspectos que explican la forma en que se lo está haciendo en la Argentina y, en general, en el resto del mundo, al menos por un tiempo. Esto no significa que se lo haga bien, como hemos visto con los llamados vacunatorios vip. Pero interesan las razones de tan generalizada intervención de los gobiernos.
Las ventas que realizan quienes producen las vacunas se condicionan a un contrato en el que se incluye una muy amplia cláusula de indemnidad para el vendedor. Este queda cubierto por cualquier falla en la vacuna, sea su inocuidad o sus efectos secundarios. La letra de los contratos protege al laboratorio hasta de su propia negligencia. El argumento es que, ante un eventual reclamo, es muy difícil demostrarla, así como negarla. La aceptación por el comprador de cláusulas de este carácter se entiende ante la urgencia de la vacunación, aun en fase experimental, frente a la pérdida de vidas. Si un gobierno se niega a firmar ese contrato, otro lo hará en beneficio de sus ciudadanos. Por el lado del fabricante vendedor, se entiende el pedido de indemnidad debido al corto período que se le permitió para comprobar la eficacia de la vacuna y sus efectos secundarios. Además, se está frente a una pandemia que puede multiplicar por millones de firmantes una acción de clase.
Dicho esto, la aplicación de esta indemnidad amplia requiere de quien la otorga capacidad de responder por ella. Salvo excepciones, un gobierno nacional estará por lo general en mejores condiciones de hacerlo que las provincias y los municipios.
Cuando la producción satisfaga las necesidades de vacunación y ceda la pandemia, el procedimiento de distribución debería ser similar al de la comercialización de cualquier medicamento
En mérito a la urgencia por vacunar, todos los gobiernos han suscripto contratos de compra con estas cláusulas de indemnidad que normalmente no serían aceptables. De hecho, el gobierno argentino apeló dudosamente a ese argumento para intentar explicar las razones por las cuales la vacuna de la empresa Pfizer no pudo distribuirse entre nosotros.
La venta a personas o a distribuidores independientes tiene similares restricciones, pero en el caso de que sean superadas se enfrenta a otro tipo de cuestionamiento. Mientras la producción mundial de vacunas anti-Covid esté muy por debajo de la necesidad, si se vendiera a personas o droguerías terminaría canalizándose hacia quienes tuvieran mayor poder adquisitivo y pudieran pagar los altos precios que se alcanzarían en un mercado desabastecido y fuertemente demandante. Las personas de menores ingresos quedarían postergadas hasta que la producción satisfaga la demanda a precios menores.
Hay un obvio cuestionamiento social a ese modo de comercializar la vacuna, y así lo han percibido tanto los gobiernos como los fabricantes. Por lo tanto, la regla inicial ha sido que las compras sean realizadas centralizadamente por gobiernos nacionales o eventualmente por los subnacionales, y que el orden de vacunación sea reglamentado según riesgo de salud, por edad o necesidad comunitaria. Estamos de acuerdo con esta modalidad, haciendo la salvedad de que cuando la producción satisfaga las necesidades de vacunación y ceda la pandemia, el procedimiento de distribución deberá ser el de la comercialización que rige para cualquier medicamento. Este ya podría aplicarse a los elementos y reactivos para hacer los hisopados o para la determinación de anticuerpos del Covid.
La Argentina se encuentra retrasada en su vacunación, que ha seguido el ritmo retaceado del suministro. Las expectativas generadas por los anuncios prematuros del presidente Alberto Fernández no se pudieron cumplir. En adelante deberá encararse con pragmatismo el proceso de vacunación, dejando de lado afinidades en la selección del país de fabricación, tal como las dio a entender la vicepresidenta Cristina Kirchner por Rusia y China en su alocución del 24 de marzo pasado. Debe entenderse además que una vez alcanzado sin esperas el abastecimiento internacional de esta vacuna, deberán asimilarse su distribución, comercialización y aplicación a la de cualquier otra vacuna.
Mientras tanto, no parecen errados quienes evalúan que un gobierno que ha cometido tantos errores frente a una cuestión tan sensible hoy ha resuelto apostar a colectivizar las pérdidas, abriendo las compuertas de otras jurisdicciones, habida cuenta de que no ha podido capitalizar ningún éxito en esta materia.