Dinero y política: relaciones peligrosas
Ante un nuevo proceso electoral, en la Argentina ha vuelto a surgir la vieja discusión sobre cómo se financia la actividad política
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En los últimos días se han formulado graves acusaciones contra algunos de los máximos referentes de La Libertad Avanza, el espacio que lidera el candidato presidencial Javier Milei, acerca de la presunta exigencia de aportes en dinero a quienes aspiraban a postularse a cargos electivos por esa fuerza política. Hasta ahí no se trataría de un delito, aunque, de comprobarse la “venta de cargos”, nos encontraríamos ante una práctica claramente reñida con la ética política.
Todos los partidos pueden recaudar –y de hecho recaudan– fondos privados para sus campañas electorales. La ley regula quién y cuánto puede aportar, cómo deben ingresar esos recursos a las cuentas de las agrupaciones políticas y de qué manera deben ser registrados y reportados. Los aportes que puedan efectuar los propios candidatos deben cumplir con todas las reglas, sin excepción.
Además de los recursos privados que puedan recaudar, todos los partidos que compiten en una elección reciben fondos públicos para el financiamiento de sus campañas en la proporción que determina la ley.
La Justicia Electoral auditará después de las elecciones si se ha cumplido efectivamente con la ley y le corresponderá eventualmente aplicar las consiguientes sanciones.
A lo largo de casi cuarenta años de democracia, hemos asistido a un avance en las normas que regulan el financiamiento de la actividad política. También, se ha avanzado en un aumento de la transparencia. Pero ni la legislación ni la transparencia captan toda la realidad.
Sin duda, hemos avanzado algo, desde el momento en que se han podido ver los registros de los partidos y comprobar que los laboratorios vinculados al escándalo de la efedrina financiaron la campaña electoral del oficialismo en 2007. Del mismo modo, gracias a las nuevas reglas, se pudo detectar en esa misma campaña que para ocultar a los verdaderos aportantes se usaron los nombres de monotributistas sociales y de otros titulares de planes sociales. También se advirtió que se reportaron donaciones “NN”, aunque la ley las prohíbe, y se pudo acceder a las listas de candidatos y funcionarios que efectuaron aportes a la campaña de sus respectivos partidos.
Entre otras conclusiones relevantes, se detectó que no pocos partidos reportaron campañas ridículamente baratas a pesar del despliegue de gastos que se podían constatar fehacientemente. Y también fue posible demostrar gastos que no fueron registrados de acuerdo con lo que estipula la ley, como por ejemplo el habitual uso de aviones de empresas para los traslados en la campaña.
El financiamiento de la campaña es solo una parte de la intrincada y tantas veces turbia relación entre dinero y política, pequeña pieza en un engranaje mucho más complejo, que se completa con subsidios, privilegios, ventajas, compromisos y la posible compraventa de futuras decisiones políticas.
No se trata solo de la relación entre la política y grandes empresas aportantes, sino además de la introducción de dinero procedente del crimen organizado. Casos de este tipo fueron descubiertos en la Argentina gracias a la labor del periodismo de investigación. En la actualidad, aparece un nuevo actor financiando clandestinamente las campañas: hablamos de los recursos de la corrupción estratégica y de las oligarquías que construyen cleptocracias. También asistimos a escándalos relacionados con fondos aportados por gobiernos extranjeros, prohibidos por la ley. Esos dineros entraban físicamente en valijas, como las de Antonini Wilson, provenientes de Venezuela, pero hoy los métodos digitales pueden ser mucho más sofisticados.
La transparencia en el financiamiento político es central para descubrir la punta del ovillo. Los partidos tienen mayores dificultades para blanquear y justificar el financiamiento que reciben que para conseguir los fondos. Por eso en algunas ocasiones deben buscar aportantes fantasma y dibujar sus números. Desenmarañar el sistema requiere un ingente esfuerzo por parte de la Justicia Electoral, la labor del periodismo de investigación y el sano monitoreo del financiamiento que hacen las organizaciones de la sociedad civil.
Nunca podrán realizarse comicios y campañas electorales sin erogaciones. Es imposible aquí y en todo el mundo. Y será muy difícil detectar y transparentar todo el movimiento de dinero y demás recursos que se comprometen en una campaña. Sin embargo, se puede empezar por corregir algunas lagunas o errores de la ley vigente. Por ejemplo, exigiendo que el reporte de gastos e ingresos sea inmediato a la convocatoria de la elección y no se reduzca al período limitado llamado “campaña” en la norma. Todos sabemos que las campañas empiezan mucho antes y que suelen ser, de hecho, permanentes.
En la era de la digitalización del Estado, podríamos exigir el reporte online semanal de todos los movimientos en una plataforma accesible, en formato de datos abiertos, que cualquier interesado pudiera seguir sin esperar los ya tardíos informes previo y final de los partidos.
La ley es necesaria, pero no suficiente. Deberíamos aspirar a contar con políticos, funcionarios y empresarios íntegros. Parece imposible, pero no debería ser mucho pedir. Sería bueno también evitar la hipocresía de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
Sin integridad no hay ley que pueda solucionar el problema. Integridad para terminar con el mercado de futuro de las decisiones políticas; terminar con los cargos, subsidios, contratos y prebendas como devolución de favores a los aportantes; terminar con la tendencia a hacer la vista gorda frente al crimen organizado cuando el dinero ilícito financia la campaña; terminar con el abuso en la utilización de recursos públicos con fines proselitistas por parte de todos los oficialismos de turno.
Lo que está en juego es la calidad de la representación, la solidez de la democracia, la vigencia del Estado de Derecho y la reconstrucción de los consensos valorativos básicos en la sociedad sobre lo que está bien y lo que está mal. Acaso esa sea la única grieta que debería dividirnos.