Descontrol y exceso juvenil
La lamentable muerte de un joven a la salida de un boliche en Villa Gesell nos lleva a replantearnos cuán responsables somos los adultos en estas tragedias
El descontrol que se registra entre muchos jóvenes, especialmente en época de vacaciones y en las ciudades balnearias, no es un fenómeno nuevo, pero se torna cada vez más grave y preocupante. El hecho ocurrido a la salida del boliche Le Brique, en Villa Gesell, que terminó con la vida de Fernando Báez Sosa, de 19 años, atacado a golpes por parte de un grupo de jugadores de un club de rugby de la localidad de Zárate, debe constituir un punto de inflexión y un llamado de atención a la sociedad, en especial, a los padres.
Según pudo saberse, el boliche estaba repleto y no había lugar suficiente para moverse, lo cual habla de una falta de control en cuanto a las normas de funcionamiento. Dos grupos se enfrentaron a empujones. El personal de prevención intentó separarlos y expulsarlos. El de Báez Sosa se había retirado y aguardaba afuera cuando ocurrió lo peor: los agresores se trenzaron en una riña y el joven, que no participaba de ella, terminó cayendo al piso, donde recibió golpes que le produjeron la muerte.
La diversión juvenil se exacerba en situaciones grupales; en la pandilla o en la manada, como grupo de pertenencia, encuentra la seguridad y las referencias que facilitan sortear el cerco de la inseguridad individual. Ese imaginario les permite identificarse y reconocerse con sus propios signos y códigos. Se potencia la desinhibición, muchas veces como consecuencia del consumo de alcohol u otras sustancias que anestesian las reacciones. ¿Cómo se llega hasta allí? ¿Qué fue lo que no ocurrió antes en la vida de esos jóvenes, ya mayores de edad?
Distintos especialistas coinciden en que la actitud de los adolescentes y jóvenes de hoy constituye un llamado de atención porque expresa el malestar de una generación ante la falta de proyecciones, de límites y controles parentales y a una preocupante ausencia de valores. No olvidemos que las estadísticas refieren un triste y cada vez más temprano abuso de bebidas alcohólicas.
Informes de la Sedronar así lo advierten. Seis de cada diez adolescentes escolares muestran patrones de alcoholismo y el 30% de los estudiantes menores de 14 años afirman que beben en soledad. En los últimos siete años, además, se registró un incremento de tasas de consumo de alcohol en la franja que va de los 12 a los 17 años, que es consistente con la también registrada baja en la edad de inicio de consumo.
Urge tomar medidas para poner freno a este descontrol. Autoridades, organismos de gobierno con competencia en adicciones, organizaciones no gubernamentales, establecimientos educativos y, sobre todo, las familias han de asumir comprometidamente sus roles específicos. Como sociedad no podemos mantener una actitud pasiva o de indiferencia ante un problema que crece día a día.
Escasos o nulos son los controles para impedir la venta de alcohol a menores, que se concreta gracias a la complicidad o negligencia de muchos comerciantes. Tampoco los hay -o no alcanzan- para impedir la venta de estupefacientes, por lo general en las cercanías o en los propios boliches. Fallan también los responsables de los lugares adonde concurren los jóvenes, al permitir la saturación de los locales. Y las autoridades, que no fiscalizan. Que una menor de 17 años que intentó recuperar a Báez Sosa con reanimación cardiopulmonar reportara haber estado en ese establecimiento confirma también que los controles sobre la edad de los asistentes tampoco se cumplen.
También la presencia policial, que ayudaría a disuadir o impedir conductas ilícitas, resulta insuficiente.
Las políticas preventivas no deben apuntar solo a los jóvenes, sino también a los padres, que deben asumir sus indelegables responsabilidades, y a los educadores. Cuando se pretende que el límite llegue impuesto por las fuerzas de seguridad, se llega tarde. La cuestión referida a los riesgos a los que se encuentran expuestos nuestros hijos hoy es compleja y demanda claramente una política pública más agresiva que debe desplegarse a partir de una coordinación interinstitucional que contemple aspectos vinculados al campo laboral, la salud y la educación.
Cabe destacar el papel fundamental que en materia de prevención de adicciones puede cumplir un grupo familiar cohesionado en torno al respeto por la autoridad parental, a valores solidarios e ideales elevados, para que las normas y los límites sean claros y firmes. Una vez más, el buen ejemplo juega también un papel preponderante.
Los padres deben ejercer su autoridad sin tapujos, lo cual es muy diferente a propiciar cualquier forma de autoritarismo, un aspecto sustancial que no siempre se reconoce. Como reiteradamente planteamos desde estas columnas, el vacío de autoridad en distintos niveles constituye un pésimo ejemplo para la juventud. Asociar los necesarios límites que la vida en sociedad impone con términos como represión o despotismo es consagrar el desbande. Prevenir en familia no es anticiparse a los problemas: es educar en el ejemplo y en el diálogo.
La falta de control de algunos padres sobre sus hijos, ya sea por negligencia, por comodidad o por el equívoco de sustituir la imagen autoritaria de jefes del hogar por una más condescendiente y de cercanía, nos está llevando a peligrosos extremos, al punto de que, en muchos casos, ya no se sabe quién manda ni quién obedece.
Un adolescente necesita afecto y paciencia tanto como exigencia y límites. Que alcancen la mayoría de edad habiendo construido su personalidad asociada a valores inculcados a lo largo de sus vidas no es cuestión de suerte. En este terreno, los mayores también hemos de revisar qué les enseñamos cuando las divisiones y los enfrentamientos nos atraviesan como sociedad. El desafío está planteado. Muchas vidas están en juego.