Del piquete a la tragedia
Era de suponer que las tensiones que desatan habitualmente actos ilícitos como los cortes de caminos por organizaciones de piqueteros iban a provocar algún día un trágico saldo como el producido ayer en Avellaneda.
Por lo menos dos muertos, casi un centenar de heridos y 160 detenidos fue la consecuencia de las refriegas entre manifestantes y efectivos policiales de la provincia de Buenos Aires, al cabo de una jornada de protesta que tuvo su centro a la entrada del puente Pueyrredón, donde medio millar de piqueteros bloqueaban el paso vehicular.
Al ser desalojados del puente, los manifestantes se replegaron por la avenida Mitre y rompieron a pedradas y palazos las vidrieras de locales comerciales y los parabrisas de una veintena de automóviles, además de incendiar dos colectivos en la avenida Pavón.
Corresponde lamentar estos tristes episodios de violencia y, de manera especial, la irreparable pérdida de vidas humanas. Si bien la Justicia deberá investigar a fondo los sucesos, poniendo particular esmero en determinar si la policía bonaerense utilizó balas de plomo –algo que las autoridades de la fuerza de seguridad se han empeñado en negar– como las que habrían ocasionado la muerte de dos personas, caben también otras consideraciones sobre el origen de estos acontecimientos.
Nadie puede desconocer, ciertamente, las penurias socioeconómicas que afectan a la Argentina y especialmente a los sectores más desprotegidos de su población, que sufren las dramáticas consecuencias de una recesión galopante y de un índice de desempleo sin precedente en nuestra historia. Pueden o no compartirse muchas de las demandas de los grupos de manifestantes que recurren con llamativa asiduidad a cortar rutas o calles, pero nadie que defienda las instituciones de la República y la vigencia de las leyes podrá estar de acuerdo con su metodología.
El mecanismo de protesta de los piqueteros, lamentablemente extendido a lo largo y ancho del territorio nacional, viola preceptos constitucionales, tales como los que garantizan los derechos de trabajar y de transitar libremente por nuestro suelo, al margen de ocasionar severos perjuicios económicos al impedir el paso de distintos medios de transporte de pasajeros y de carga, que no pueden llegar a tiempo a sus destinos. Si a esto se añade que buena parte de quienes organizan los piquetes concurren armados, como mínimo con palos y otros objetos contundentes, no hace falta abundar en más precisiones para concebir a estas manifestaciones como auténticos hechos de violencia.
Frente a estas situaciones, y a partir de esta violencia originaria, no caben dudas. El deber de las autoridades es garantizar el respeto a la ley, evitando provocaciones y atropellos de imprevisibles consecuencias.
No parece sensato hablar de represión indiscriminada cuando las imágenes de la televisión mostraron a los manifestantes de Avellaneda en una actitud francamente hostil, como si desde el comienzo estuvieran dispuestos a enfrentarse con las fuerzas del orden.
Es de esperar que desde distintos sectores de la sociedad y desde la Justicia no se insista en equivocados criterios –como los expuestos con motivo de los trágicos incidentes en la Plaza de Mayo, en diciembre último– por los cuales quienes actúan conforme con la ley terminan siendo castigados por cumplir con su deber, mientras que los generadores de los desórdenes no reciben sanción alguna.
Lo sucedido ayer no es más que el producto de acciones delictivas que han superado todos los límites a los que debe acotarse la legítima protesta, violando libertades básicas de toda la población. Es en buena medida responsabilidad de las autoridades, que han dejado llegar demasiado lejos a las organizaciones piqueteras. Cuando un corte de ruta, que es una flagrante violación de la Constitución, es seguido por una negociación con sus promotores y por concesiones ante sus reclamaciones, sólo cabe esperar que su metodología violenta se convierta en sistemática. Si unos y otros no comprenden esto, será imposible crear condiciones para la paz social y la convivencia y la escalada de violencia será cada vez más difícil de detener.