Del cepo y el metro, a la hoz y el martillo
En la Argentina hay quienes, ignorando la deriva capitalista de China y Rusia, continúan fieles a viejos manuales que han demostrado su estrepitoso fracaso
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La obra de Nikolai Bujarin, El ABC del Comunismo (1920) fue utilizada en la Unión Soviética durante 70 años como manual básico para comités, fábricas y escuelas. A pesar de ello, el pobre Bujarin cayó en desgracia y fue condenado a muerte por el stalinismo en las purgas de 1938, pero su obra continuó vigente en la URSS hasta su disolución en 1991. Desde entonces, se la considera una curiosidad, como los automóviles Lada, los jeeps Niva o los relojes Pobeda.
En la Argentina subsisten muchas copias del ABC en español y, como aquel soldado japonés que vivió 30 años en la selva filipina sin saber que la Segunda Guerra Mundial había terminado, hay quienes continúan fieles a sus principios, ignorando la deriva capitalista de China y Rusia.
Bujarin enseñó que la producción debe ser para satisfacer las necesidades de la sociedad y no para el lucro empresario. Un mismo objeto puede ser mercancía o puede ser producto. Son mercancías cuando van al mercado con propósito de lucro. Cuando no se venden y se entregan a quienes los necesitan son productos. “El dinero será cosa superflua”, decía Bujarin. Y, por tanto, los precios también.
En las economías modernas, los precios son señales de escasez o abundancia. A través del sistema de precios se acomodan, en forma descentralizada, tanto las preferencias de los consumidores como la oferta de los proveedores. No es el caso describir aquí cómo funcionan. Así como Bujarin escribió la citada obra, la vida cotidiana explica la lógica de los mercados.
En el fondo, se trata de lograr que una sociedad ordene las conductas de sus habitantes de forma productiva, para su bienestar colectivo. Ese orden puede ser coactivo o en un contexto de libertad. En tiempos de Bujarin se ignoraba el rol de los incentivos como motor de las decisiones personales y se creía que la planificación central bastaría. Pero el colapso de la URSS probó que no era así.
Mikhail Gorbachov comenzó a entenderlo cuando lanzó su abrupta perestroika en 1985 y Den Xiao Ping, con pausada sabiduría china, algunos años antes (1978). Sin embargo, en nuestro país, por convicción ideológica, por oportunismo político o por simple ignorancia, se pretende poner a la “Argentina de pie” con medidas compulsivas que soslayan, como en tiempos de Bujarin, su impacto sobre los incentivos personales, provocando resultados opuestos a los deseados.
En la Argentina aún rige un sistema capitalista basado en la propiedad privada y la libertad contractual. A diferencia de la antigua URSS o de la China de Mao, la producción y el consumo no son dispuestos por el Estado sobre la base de volúmenes físicos, sin precios de referencia, sino que son decididos por empresarios y consumidores, en función de su cálculo económico, donde los precios son fundamentales y las disposiciones oficiales, determinantes.
Los grandes desequilibrios de la Argentina se originan en un déficit fiscal crónico financiado, desde tiempo inmemorial, con emisión monetaria, deuda externa y presión impositiva. Pero el ABC de Bujarin considera que el dinero es superfluo y los precios también. En su lógica se necesitan menos mercancías y más productos. O sea, menos mercado y más Estado para que precios y tarifas se alineen con los salarios, como ordenó Cristina Kirchner en su discurso en La Plata. En otras palabras: más cepo, más controles, más multas y más prohibiciones para que los precios dejen de serlo y se conviertan en rótulos compulsivos, que acompañen a los salarios en su imparable descenso a los infiernos de la pobreza.
El llamado cepo cambiario solo ha generado incentivos perversos para que los importadores aumenten su demanda de dólares y los exportadores disminuyan su oferta, dejando al Banco Central sin reservas.
El congelamiento tarifario solo alienta la desinversión y los previsibles cortes de gas y de energía eléctrica.
La regulación de los alquileres ha hecho desaparecer la oferta de locaciones en perjuicio de quienes se pretendió proteger y provocado un aluvión de ventas de inmuebles a precios de remate, en detrimento de quienes invertían en ladrillos para renta. Bujarin aplaudiría: ni propietarios, ni rentistas.
La prohibición de exportar carnes para “cuidar la mesa de los argentinos” solo ha hecho perder mercados internacionales, cerrar frigoríficos y aumentar los precios internos, con la perspectiva de una nueva liquidación de vientres y reducción del stock ganadero. Pan para hoy, hambre para mañana, como la hambruna rusa de 1921 que Bujarin bien conoció.
La fijación de precios máximos, la regulación clásica ante la inflación, solo provoca desabastecimiento y mercados negros, pues nadie quiere vender a pérdida.
La imagen de la secretaria de Comercio, Paula Español, con un centímetro en su mano para medir los espacios “democráticos” dispuestos en la ley de góndolas es lamentable. ¿Ignora tal vez que detrás de cada producto está la emisión descontrolada del Banco Central? ¿Y los impuestos y tasas para mantener estructuras burocráticas vergonzosas? ¿Y los costos logísticos silenciados por la alianza política con Hugo Moyano? ¿Y los costos laborales por la industria del juicio? ¿Y los impuestos al trabajo que obstaculizan el empleo? En la misma góndola hay empresas que sufren esos costos y otras que los evaden sin que Español diga ni mu.
Y allí va la Argentina en caída libre. Mientras los funcionarios la empujan, prepotentes, al vacío, llevando en una mano su vetusta copia del ABC de Bujarin y, en la otra, el cepo, el metro, una hoz y un martillo.