Dejar atrás años de decadencia y debilidad institucional
La cultura del dispendio público, detrás de la que anida un arcaico pensamiento mágico, es la principal enemiga del acuerdo nacional que necesita la Argentina
Al margen del deterioro de las principales variables de la economía producido a lo largo de 2018, el fin de año se ha vivido con una destacable tranquilidad. La paz social contrastó con los episodios de violencia callejera padecidos en diciembre de 2017, pero debe admitirse que este clima de calma ha sido una vez más el resultado de negociaciones, a veces arduas y complejas, con dirigentes de organizaciones sociales que, desde hace mucho tiempo, amenazan con convertirse en los dueños de la calle cuando las autoridades no ceden ante sus demandas. Algo parecido ocurrió durante la exitosa organización de la Cumbre del G-20 en Buenos Aires, cuyo orden contrastó con la realizada un año antes en Hamburgo y cuyo principal balance fue que, cuando queremos, los argentinos podemos ser confiables en el plano internacional.
Sería deseable que la capacidad que ha mostrado el Gobierno para articular consensos como los señalados se hubiera extendido a muchas otras áreas de la administración pública. Quizás sea este uno de los mayores desafíos de cara a un año electoral como el que se avecina. En otras palabras, que la competencia electoral no impida la búsqueda de consensos que se traduzcan en políticas de Estado para resolver los graves problemas que nos acosan.
La aprobación del presupuesto 2019, luego de trabajosas negociaciones entre el Poder Ejecutivo Nacional, los gobernadores provinciales y los sectores de la oposición más racionales con bancas en el Congreso , fue un hecho destacado, por cierto. Especialmente, porque en un país donde la cultura populista ha prendido con fuerza durante tanto tiempo y lleva más de setenta años de permanente déficit en las cuentas públicas, con muy esporádicos intervalos de equilibrio, es difícil persuadir a muchos sobre la importancia y la necesidad de la disciplina fiscal.
Lamentablemente, no fue posible conseguir consensos similares para otras iniciativas de trascendencia institucional o económica. Por caso, hubiera sido más que deseable que, antes de que se iniciara el nuevo año electoral, el oficialismo y la oposición acordaran la sanción de una ley de financiamiento de las campañas políticas mucho más transparente y adecuada a nuestra realidad. No solo hubo responsabilidad de la oposición para no llevar adelante esa reforma. En la falta de un acuerdo influyeron las diferencias entre grupos de la propia coalición Cambiemos frente a la inclusión de la posibilidad de que los empresarios hagan aportes a las fuerzas políticas.
Del mismo modo, fue imposible llegar a tratar un proyecto de ley de blanqueo laboral sobre el que parecía haber consenso mayoritario. Las dudas del oficialismo sobre un eventual costo político que no debería ser tal y las mezquindades de sectores opositores y sindicales que siempre buscan sacar una tajada de cualquier negociación obstaculizaron una discusión que, sin dudas, debería extenderse a otras cuestiones vinculadas al futuro del trabajo. Los cambios tecnológicos, con la robótica a la cabeza, la globalización y la creciente competencia entre las naciones para atraer inversiones nos fuerza a no seguir postergando este debate. Sin embargo, nuestra dirigencia sigue mirando para otro lado.
Se perdió también una oportunidad para dar el ejemplo a la sociedad y avanzar en proyectos que terminaran con viejos privilegios. La llamada ley de extinción de dominio, una vez más postergada, es un ejemplo.
Por si esto fuera poco, la imposibilidad de aprobar una norma tan básica como la ley contra las barras bravas del fútbol puso de manifiesto la improductividad y el bajo compromiso de gran parte de nuestros legisladores nacionales.
En cambio, por una equivocada decisión del Poder Ejecutivo que pudo haber tenido la intención de desviar la atención de la opinión pública de los problemas económicos, el Poder Legislativo se enfrascó en una discusión sobre la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, que terminó dividiendo a la sociedad y dejando de lado la posibilidad de consensuar soluciones superadoras para enfrentar adecuadamente las causas de los embarazos no deseados antes que actuar sobre sus consecuencias pretendiendo ignorar el derecho a la vida de la persona por nacer.
Es curioso que, en 2016, con una situación de franca minoría en las dos cámaras parlamentarias, el oficialismo macrista lograra la sanción de un gran número de normas legislativas y que, ahora, con un mayor número de diputados y senadores tras las elecciones de 2017, resulte tan engorroso obtener la aprobación de leyes que no deberían estar sujetas a mayores controversias. En 2018, el balance parlamentario indica que la cantidad de leyes aprobadas es una de las más bajas desde la recuperación de la democracia en 1983.
Superar las diferencias exige generosidad y patriotismo de todos los sectores y una cuota no menor de liderazgo político y buena comunicación por parte de quienes gobiernan el país. La cultura del dispendio público detrás de la cual anida un arcaico pensamiento mágico es la principal enemiga del gran acuerdo nacional que necesita la Argentina para dejar atrás años de decadencia, debilidad institucional y estancamiento.
En este año que ya termina, el mundo del que durante una década insistimos en caernos brindó a la Argentina un apoyo con generosidad inaudita. Pero poco podremos hacer con ese respaldo si no actuamos con auténtica responsabilidad y si los intereses corporativos, al igual que el individualismo extremo, se imponen sobre el bien común.