Es demasiado lo que está en juego para que nuevas y codiciosas políticas deriven en una nefasta hegemonía pública de la atención sanitaria en el país
El núcleo más duro del kirchnerismo ha procurado desde hace años echar mano al sistema de salud no estatal. Ha amenazado últimamente, desde el Instituto Patria, con desempolvar algún proyecto como el del exinterventor en el PAMI Luciano Di Cesare. Llevar adelante esa iniciativa significaría desmantelar las obras sociales y las empresas de medicina prepaga, que integran el referido sistema de salud no estatal.
Con la regularidad con la cual se rectifica habitualmente, el Gobierno hizo saber, semanas atrás, que el asunto no es para él una prioridad por el momento. Lo es, sin duda, para millones de argentinos, a quienes espanta la sola idea de que un Estado de pésima eficiencia en tantos campos monopolice la esfera de las más íntimas y delicadas decisiones humanas.
Podría costarle carísimo al Gobierno si se concretasen proyectos semejantes, que sin duda llevarían al colapso de un sistema que protege, con todas sus imperfecciones –y no pocas debidas a las regulaciones que él mismo pergeña– la salud de más de 24 millones de argentinos (considerando las obras sociales y las entidades de medicina prepaga), con prestaciones cuyo rango de cobertura, accesibilidad y calidad se halla en el más alto estándar internacional. Así se lo han advertido desde los diversos sectores que integran el sistema, entre ellos, el sindicalismo, que salió, como era natural, a defender las obras sociales. En la otra punta, el gobernador Kicillofse atrevió a decir que la salud "no se puede dejar en manos del mercado", como si alguien predicara esa propuesta.
Contrariamente a lo dicho por Kicillof, nadie con conocimiento cabal de las cuestiones concernientes a la salud general de la población ignora que debe reordenarse el sistema sanitario bajo condiciones de equidad y eficiencia, comenzando por las jurisdicciones sanitarias estatales. En esos ámbitos resulta alarmante la dispersión de recursos y la escasa o nula integración por la fragmentación del sistema: hospitales nacionales, mixtos, provinciales y municipales; centros ambulatorios, obras sociales provinciales, obras sociales de las Fuerzas Armadas, obra social del Congreso, direcciones de ayuda social provinciales y, por fin, ese gigante autárquico, el PAMI, la evaluación de cuyos servicios, de cero a diez, saben hacerla muy bien los usuarios. En este último sentido, es sabido que, de las casi 300 obras sociales, no más de 20 están en condiciones de dar cobertura plena al Programa Médico Obligatorio (PMO), del mismo modo que se superponen aportes a diversas obras sociales por parte de un mismo grupo familiar.
Nadie con conocimiento cabal de las cuestiones concernientes a la salud general de la población ignora que debe reordenarse el sistema sanitario bajo condiciones de seguridad y equidad
En los principales espacios políticos actúan profesionales capacitados en política sanitaria que desde hace diez años vienen hablando sobre coincidencias que permitirían avanzar sobre puntos relevantes. En 2015, especialistas próximos a Macri, Scioli y Massa ya habían consensuado ideas sobre la creación de una agencia de evaluación de tecnologías de la salud dirigida a determinar cuáles son los medicamentos y tratamientos que deben ser cubiertos por los prestadores del sistema de salud no estatal empleando criterios de costo-eficacia.
Es que si bien el PMO, instituido en 1995, fue pensado para garantizar las prestaciones mínimas que deberían cubrir los planes de todos los agentes del servicio de salud, con el paso del tiempo se fueron incluyendo desordenada e irresponsablemente, a través de sucesivos gobiernos, medicamentos y tratamientos sin el más mínimo análisis acerca del impacto de los costos de cobertura sobre el sistema y sin prever ningún aporte del Estado para cubrirlos. Y a esto último cabe sumar la laxitud con que la Justicia ha venido admitiendo la procedencia de acciones en reclamo de medicamentos y tratamientos que siquiera están alcanzados por el referido programa.
O sea, quién y cómo financia los avances de la medicina cuando las cuotas por las afiliaciones están reguladas por el Estado y este es remiso, como hasta aquí, en acatar su debida actualización conforme los criterios establecidos en la ley que aprobó el marco regulatorio de la medicina prepaga.
En la metodología de precios al consumidor del Indec la medicina privada incide en no más de un 3,2 por ciento dentro del ámbito metropolitano. Hace poco, un aumento en las cuotas oficialmente anunciado quedó horas después en agua de borrajas; provocó de tal modo el Gobierno otro desconcierto: nunca una declaración es la última; es la penúltima. Tan cierto como que posteriormente a ese episodio, se autorizó un magro aumento de 3,5 por ciento en las cuotas de los afiliados a partir de fines de marzo. Se formalizó a través de una resolución del Ministerio de Salud, que reconoció, cabe destacarlo, el papel desplegado por la medicina privada durante la pandemia en curso, y que si se cumple por una vez lo convenido en principio será la primera señal de un acuerdo por el cual las cuotas se actualizarían en adelante pari passu de los aumentos salariales en los trabajos formales.
Fuentes de la medicina privada, haciendo pie en datos oficiales, informan que desde 2011 hasta el 31 de diciembre de 2020 los incrementos por cobertura de salud fueron de 1050 por ciento; los salarios de personal de sanidad, del 1156 por ciento; los costos de atención, del 1947 por ciento, mientras el valor del dólar aumentó 1855 por ciento, y los gastos de medicamentos de alto precio, 3077 por ciento. Al desfinanciarlo, el Estado ha ido derruyendo por la vía de los hechos, y no de la ley en vigor, que prevé ajustes según la estructura y los costos de las entidades, la viabilidad del sistema privado de salud.
Hoy se encuentra en evaluación una droga de Novartis para el tratamiento de un cierto tipo de atrofia muscular, cuyo costo es de 2.200.000 dólares. Su sola mención sugiere acelerar el estudio de la creación de un Fondo Nacional de Recursos, al estilo del que funciona en otros países: en Uruguay, entre otros, y que contemple el principio de solidaridad social. Debería atenerse más a lo que tenga evidencia científica que a lo que provenga de una abusiva inspiración política o del exabrupto emocional de un juez de turno. Entretanto, convendría que el legislador reflexione sobre la razonabilidad de que la carga tributaria sobre un hospital o sanatorio sea, por cada peso facturado, del 36 por ciento entre tasas e impuestos.
Desde hace tiempo, con la prolongación del promedio de vida, ha habido un envejecimiento poblacional que se ha sumado al acrecentamiento de los costos de las instituciones médicas. Otro tanto se ha derivado de importantes cambios culturales en la sociedad.
Así las cosas, habrá que aplicarse a una eficiente modernización del sistema sanitario nacional, en el que el Estado tiene funciones por cumplir: le cabe, por un lado, asegurar una prestación universal y, por el otro, respetar, en la condición de agente subsidiario, el derecho a la elección de profesionales e instituciones por parte de quienes contribuyan a solventar los gastos sanitarios que ocasionan. En ambos casos, el Estado no hará, esperemos, más que ajustarse a lo preceptuado por la Constitución nacional.
Es demasiado lo que está en juego respecto del conjunto ciudadano para que una codiciosa política hacia la hegemonía también quiera quedarse con la caja de la salud, que representa en total el 9 por ciento del producto bruto interno (PBI).
LA NACION