Debates presidenciales: cumplir con la ley
Si algo necesita la ciudadanía es certidumbre sobre las ideas y propuestas de los candidatos ante la eventualidad de que alcancen la presidencia de la Nación
Ha sido una constante en la historia política argentina de las últimas tres décadas que los debates entre los candidatos presidenciales se frustraran. En la mayoría de los casos, porque aquel postulante que consideraba que llevaba cierta ventaja, de acuerdo con sondeos de intención de voto, se negó a debatir para no poner en peligro la amplia o escasa diferencia a su favor. Esto ocurrió, por ejemplo, en ocasión de la elección presidencial de 2015, cuando durante la campaña previa a la primera vuelta electoral el justicialista Daniel Scioli se abstuvo de tomar parte en el primer debate de esas características de la historia argentina, en el que sí intervinieron los restantes cinco postulantes presidenciales. Scioli sí participó del debate previo al ballottage que lo enfrentaría al actual presidente, Mauricio Macri.
Tras aquella experiencia y otras frustradas, como la recordada vez en que, allá por 1989, el entonces candidato presidencial Carlos Menem dejó vacía su silla cuando había sido invitado a debatir con su rival Eduardo Angeloz, la dirigencia política se puso de acuerdo en avanzar hacia la sanción de una ley que determinara la obligatoriedad de los debates presidenciales y sus reglas básicas, cuya autoridad de aplicación es la respetada Cámara Nacional Electoral.
La norma fue sancionada durante el primer año de gestión presidencial de Macri y puesta en marcha para el presente proceso electoral. Sin embargo, el postulante del Frente de Todos, Alberto Fernández, ha expresado sus reparos a la posibilidad de debatir, al sostener que este tipo de encuentros podría ser contraproducente ante mercados tan sensibles como los de hoy. "En estas circunstancias, el debate puede ser un problema, porque el Presidente va a tener que debatir con personas que hacen hincapié en la crisis económica", afirmó el compañero de fórmula de Cristina Kirchner.
Se trata de argumentos insostenibles que parecerían ocultar otra motivación. Si algo necesitan los ciudadanos argentinos en general, y los inversores en particular, es certidumbre sobre lo que realmente piensan hacer los principales candidatos, en el caso de que lleguen a la presidencia de la Nación o a un segundo mandato consecutivo, como sería el caso de Macri.
Lo que corresponde hacer es cumplir la ley. No se puede soslayar, por la razón que fuere, el debate presidencial, precisamente porque hoy constituye un imperativo legal.
Los debates presidenciales, como los proyectados para el 13 y el 20 de octubre sobre una batería de temas de relevancia, deberían ayudar no solo a comparar las diferentes propuestas de los postulantes, sino también a analizar su nivel de preparación, su capacidad para el diálogo y para la búsqueda de consensos, y su grado de tolerancia frente a la crítica; en otras palabras, sus valores personales. Y no hubiese estado de más, aun cuando no esté contemplado en la ley, un debate entre los candidatos a vicepresidente.
A principios de agosto, cuando faltaban pocos días para la realización de las primarias abiertas, señalamos en esta columna editorial que la campaña había transcurrido alrededor de grandes enunciados sin mayores precisiones. Hoy también podemos reiterar que las plataformas partidarias vuelven a reposar sobre la vieja fórmula dada por la presentación de grandes metas o promesas sin un correlato en la forma en que se concretarán.
Los argentinos estamos hartos de promesas incumplidas.
Alberto Fernández habla de llenar de dinero los bolsillos de los argentinos y de reactivar el consumo, pero no aporta por ahora ideas concretas acerca de cómo alcanzar esos objetivos.
En contrapartida, hay un punto en que los principales candidatos, incluido Roberto Lavagna, parecen coincidir: la imperiosa necesidad de buscar consensos duraderos. Nadie puede saber si se trata de pensamientos sinceros o simples artificios electoralistas. En todo caso, los debates presidenciales a los que la ley los obliga pueden ser una buena oportunidad para que los postulantes sienten las bases de ese consenso al que dicen aspirar y para transmitir ciertas certezas sobre sus eventuales gestiones antes que seguir sumergiendo a la ciudadanía en la confusión y la desesperanza.
LA NACION