De la corrección política a la autocensura
Cancelación, intolerancia y punitivismo: signos de una época que crean confusión, fomentan el silencio y conspiran contra la libertad de expresión
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Una reciente opinión del comediante Jerry Seinfeld durante la gira promocional de la serie Sin glasear reavivó una discusión de vieja data: ¿la corrección política está matando el humor? ¿La intolerancia está adoptando nuevas formas? ¿Un nuevo tipo de punitivismo echa raíces? Y, aún más importante: ¿nos está llevando todo eso a la autocensura?
La frase de Seinfeld que disparó tantos apoyos como críticas endilgaba a la extrema izquierda la desaparición en la TV norteamericana de comedias y de otros programas que muchísimo público solía disfrutar. “Llegabas a casa al final del día y esperabas que hubiera algo divertido que pudieras ver en televisión esa noche. Y ahora, ¿dónde está? Este es el resultado de la extrema izquierda y la basura políticamente correcta, y de la gente preocupándose tanto por no ofender a otras personas”, afirmó.
Consultados artistas locales sobre esos dichos, las respuestas tuvieron matices. Mientras que Martín Bossi no cree que tenga que ver con un sector político, sino con que “en el mundo ya no hay libertad” y con que “las redes sociales representan cientos de millones de jueces hoy”, Roberto Moldavsky opina que “tranquilamente, el humor se puede adaptar a las situaciones que uno vive y correr los límites donde uno quiera. Yo me rio del feminismo, de lo inclusivo; me río de los políticos, me río de todo… Está bueno que hoy se les dé visibilidad a esos temas, y una buena manera de sumarlos es riéndote de eso también”, asegura.
La referencia de Seinfeld a la desaparición de cierto tipo de contenido televisivo es asimilable a lo que sucede con el humor político en buena parte del mundo, en el que muchas veces el miedo a la cancelación, a la dilapidación por las redes sociales, termina actuando como una censura encubierta. A quienes no sucumben ante estas maneras de coerción les espera, en los casos más extremos, una represalia brutal, como sucedió con la masacre en la revista humorística francesa Charlie Hebdo, en enero de 2015, cuando un grupo de terroristas mató a 11 dibujantes y redactores, entre otros empleados, en represalia por una ilustración sobre Mahoma que se había publicado.
“Siempre he considerado el dibujo como una burbuja en la que podías salir de la gravedad y las desgracias del mundo. Reír es lo que nos queda cuando estamos en lo más bajo. Es la posibilidad de remontar y de elevarse”, sostuvo la dibujante Corinne Rey, sobreviviente de ese ataque, en una entrevista que, en 2022, le realizó Marc Bassets, el corresponsal en París del diario El País.
La reactualización del debate –que subyace con más o menos ruido en todas las épocas– tiene hoy un aspecto agravante: ya no solo se da esa cancelación en sociedades teocráticas o en dictaduras, sino en democracias donde, por ejemplo, suele haber “colectivos” que no admiten el disenso y mucho menos la broma o la ironía. Transforman todo lo que de ellos se dice o se ilustra en un ataque perverso, en una intencionada falta de respeto. Si la materia libertad de expresión pudiera calificarse, recibirían un rotundo cero.
Muchas veces, al prurito seguido de enojo y de denuncia de algunos grupos se le contrapone el silencio que practican cuando el criticado o el parodiado es un contendiente. Una clara doble vara aplicada con el fervor de los conversos.
Por fuera de esas reacciones de agrupaciones diversas, están los individuos que llegan a límites insospechados. No hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos. A fines del año último, el humorista Nik fue demandado por la familia de Sergio Massa, a través de abogados radicados en los Estados Unidos, por haber ironizado sobre la fallida contratación del hijo adolescente del entonces ministro de Economía para generar contenidos desde Qatar durante el último Mundial de fútbol. Tiempo antes, Nik ya había padecido la persecución del entonces ministro de Seguridad, Aníbal Fernández, quien posteó información privada sobre la familia del humorista en respuesta a una crítica sobre el tan conocido como nefasto “plan platita” instaurado por el gobierno de Alberto Fernández.
La pulsión por la denuncia y el control de opinión ha sido una constante especialmente durante los gobiernos kirchneristas. Es necesario recordar que no existe el delito de opinión en nuestro país. La jurisprudencia argentina definió en el caso Patitó que el denunciante es quien debe demostrar que la información que publica el denunciado se basa a sabiendas en mentiras. La doctrina de la real malicia se complementa con el Código Penal cuando tipifica delitos contra el honor. Allí expresa que en ningún caso configurarán calumnias las expresiones referidas a asuntos de interés público o las que no sean asertivas.
“Se viven tiempos malsanos para el arte y los artistas. Habíamos abandonado los años en que se perseguía a Baudelaire por sus poemas, a Flaubert por Madame Bovary, y en que el Vaticano juzgaba a Pasolini por sus novelas. Pero se vuelve con fuerza en este siglo, donde se judicializa el arte”, sostuvo la escritora Ariana Harwicz en una nota de LA NACION de julio último.
Para esa misma época en los Estados Unidos, una editorial informó que la clásica novela Al faro, de Virginia Woolf, iba a publicarse con un “descargo de responsabilidad” para advertir al público que las opiniones de los personajes reflejaban las “actitudes de la época” en que esa obra fue escrita (1927). En una parte del texto, uno de los personajes sostiene que las mujeres no saben escribir ni pintar, ni controlar sus emociones. ¿Exceso de corrección política o la absurda necesidad de despegarse de una época que tuvo un sentido dentro de un contexto histórico, para no ser cancelados?
¿Será el próximo paso acusar al viejo Vizcacha de cosificador porque en La vuelta de Martín Fierro (siglo XIX) recita: “Es un bicho la muje,r / que yo aquí no lo destapo, / siempre quiere al hombre guapo, / más fijate en la elección / porque tiene el corazón / como barriga de sapo”?