Cristinópolis: un contrato de poder desbalanceado
El avance de la vicepresidenta sobre las decisiones del Gobierno se hace cada vez más evidente en desmedro de un jefe del Estado desdibujado que se adapta mansamente
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La última aparición pública de la vicepresidenta de la Nación en un acto realizado en La Plata sirvió para confirmar que tiene agenda propia y que el listado de temas que la ocupan y preocupan deben ser atendidos debidamente y con premura, aunque no estén entre las prioridades de Alberto Fernández.
Como en anteriores oportunidades, alzó la voz para poner en discusión ciertos asuntos que no anidan por estas horas en las cabezas de varios de los principales funcionarios del Gobierno. Volvió a la carga con la reforma del sistema de salud, un proyecto impulsado por La Cámpora. La excusa fue la complicada cuestión sanitaria derivada de la pandemia. Sin embargo, el debate sobre ese cambio de sistema viene siendo postergado desde hace tiempo en los despachos oficiales lejanos al de la presidencia del Senado de la Nación.
En el mismo acto, Cristina Kirchner se refirió a la vacunación exhortando a la gente a que no tenga miedo de aplicarse cualquiera de las marcas habilitadas en el país. Una arenga que se contrapone con los acuerdos que la vicepresidenta promovió y ayudó a cerrar con Rusia, primero, y con China, después, desmereciendo cualquier otro producto que procediera de canteras sanitarias capitalistas, al menos del capitalismo que desprecia.
Si hay letra propia de Alberto Fernández en el discurso oficial, no se advierte con claridad. Su poder se ensombrece frente al avance del kirchnerismo
A ello hay que sumar el aumento del 40% en los sueldos del Congreso que acordaron Cristina Kirchner y Sergio Massa a principios de este mes, muy por encima de la pauta oficial del 29% prevista por el ministro Martín Guzmán, un alfil del Presidente que suele consultar a la vicepresidenta en reiteradas ocasiones para, en los hechos, terminar siendo destratado. “No podemos pagar la deuda porque no tenemos la plata”, decía la vicepresidenta en el mismo momento en que Guzmán recorría países tratando de renegociar la columna del “debe” argentino en el mundo.
En sordina o en público, la vicepresidenta da pasos que, si no ponen en duda, al menos cuestionan la autoridad presidencial. Los “funcionarios que no funcionan” no fue una frase dicha al pasar. Muchos de esos agentes públicos supuestamente ineptos dejaron sus cargos y fueron reemplazados por kirchneristas de extrema confianza de la vicepresidenta. Otros que tampoco funcionan a los ojos de buena parte del país y del exterior, sin embargo, siguen en sus cargos con el respaldo casi exclusivo de la exjefa de Estado.
De Alberto Fernández puede señalarse la esforzada y sistemática aceptación de casi todos los brutales avances de Cristina Kirchner sobre su gobierno, al punto de que lo que antes criticaba con dureza, ahora le parece correcto. Ya nadie duda de que la política internacional es la que impone Cristina Kirchner y no el Fernández cabeza de fórmula que prometía diálogo y apertura al mundo hace apenas un año y medio. La reciente decisión de la Argentina de no condenar la ola de arrestos de dirigentes opositores en Nicaragua fue el más fresco papelón de un gobierno que ya había salido del Grupo de Lima, expresado una vergonzosa defensa de los atropellos a los derechos humanos por parte de Nicolás Maduro, que se había puesto del lado del grupo terrorista Hamás en el largo conflicto entre Israel y Palestina e inmiscuido en los asuntos internos de Colombia en dos oportunidades.
Los intentos para colonizar la Justicia y evitar que avancen las causas que la comprometen en materia de corrupción han sido la bandera que con más fruición enarbola la vicepresidenta y que ahora hace flamear con entusiasmo el Presidente como si nunca hubieran existido sus fundadas y categóricas imputaciones de la década anterior.
Cristina Kirchner logró apartar de sus cargos a tres camaristas. A instancias suyas, la mayoría oficialista del Senado rechazó tratar el pliego del juez Daniel Rafecas como procurador general de la Nación, enviado por el Presidente, condicionando ese acto a conseguir los votos necesarios para aprobar la reforma del Ministerio Público Fiscal, que cambia la mayoría para el nombramiento, con lo cual el kirchnerismo se garantizaría imponer al procurador de su gusto con muchas menos exigencias. También apuntó con extrema dureza contra los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, reacción que no fue siquiera suavizada por el Presidente. Por el contrario, ahora también comparte muchas de sus críticas al alto tribunal y las amplifica.
La renuncia de Marcela Losardo, socia de Alberto Fernández, al Ministerio de Justicia no fue ajena a ese avance kirchnerista. También dejaron el Gobierno otros funcionarios puestos por Alberto Fernández, a quien realmente compete la elección de los miembros de su equipo. A Losardo se sumaron Alejandro Vanoli, quien estuvo al frente de la Anses; Sergio Lanziani, que se desempeñaba como secretarío de Energía; María Eugenia Bielsa, desplazada de su cargo como ministra de Desarrollo Territorial y Hábitat, y Guillermo Nielsen, el elegido de Fernández como presidente de YPF. Todos ellos fueron reemplazados por dirigentes kirchneristas de estrecha confianza de la vicepresidenta: Martín Soria, Fernanda Raverta, Darío Martínez, Jorge Ferraresi y Pablo González, en ese orden, se hicieron cargo de las vacancias.
En lo procedimental, Cristina Kirchner no se limita a llenar puestos con sus laderos más fieles. También opina provocando cortocircuitos de magnitud en temas como la reducción del impuesto a las ganancias o la limitación de los incrementos en las tarifas de servicios públicos, mientras alienta las voces que desde el kirchnerismo se alzan cada vez más en favor de avanzar con otras estatizaciones en actividades económicas como puertos, vías navegables y empresas energéticas.
Si hay letra propia de Alberto Fernández en esto que demuestra ser un nuevo contrato de poder –o acaso la puesta en práctica del verdadero contrato que selló la suerte del candidato a presidente por el Frente de Todos en 2019–, no se evidencia con claridad.
Cristina ya demostró que sabe callarse cuando su intervención hace demasiado ruido y se necesitan voces corales de supuesta moderación. Es una tiempista que aparece en momentos en que cree que su arenga resulta útil para rearmar un esquema que le permita al Frente de Todos unirse en la desunión, aunque eso implique dejar en segundo plano a un presidente que tampoco parece muy dispuesto a frenar la embestida, rechazar los excesos y retomar la senda de la institucionalidad, estableciendo políticas de Estado con mirada de largo plazo y pensando en el bienestar de todos los argentinos por igual.