Crímenes narco: un problema fuera de agenda
Se necesitan urgentes políticas de Estado en coordinación con todos los distritos para enfrentar la creciente espiral de violencia que asuela al país
La muerte asoma con mayor naturalidad en Rosario, pero se extiende a muchas otras ciudades del país. Sin dudas, Rosario es el ejemplo más dramático de la espiral de violencia, una epidemia que, desde 2013, supura de los enfrentamientos entre bandas narco, mientras el Estado mira desde entonces ese espectáculo aterrador sin encontrar un antídoto que logre detener una sangría. El año que acaba de concluir llevó a esa ciudad a convertirse nuevamente en la más violenta del país, con 214 asesinatos.
Si se contrasta esa cifra con los asesinatos que se produjeron en la ciudad de Córdoba, que tiene una contextura poblacional y territorial similar, el número es aún más impactante. En la capital cordobesa se cometieron el año pasado 73 crímenes. En Rosario, casi tres veces más.
Otro gran conglomerado urbano como la ciudad de Buenos Aires también viene siendo escenario de una sangrienta guerra por el control de la venta de drogas. Durante la última semana, se registraron cuatro homicidios en el barrio Parque Rodolfo Ricciardelli, más conocido como villa 1-11-14, en el Bajo Flores. De esos ataques participaron sicarios en motos que dispararon a mansalva, a plena luz del día.
En un año atravesado por la parálisis económica que provocó el Covid-19, con meses de calles desiertas, la sangre nunca dejó de correr en el caso de Rosario, el punto más crítico. La mecánica de una violencia desbocada se utiliza para ordenar territorios, cada vez más pequeños, y liderazgos de organizaciones delictivas que se moldean con los crímenes del negocio del narcomenudeo, que usa una mano de obra surgida de la amplia franja de pobreza que alcanza al 41,8% de la población del Gran Rosario, según datos del Observatorio Social de la Universidad Católica Argentina (UCA) correspondientes al primer semestre de 2020.
La mayoría de los victimarios y de las víctimas de los homicidios son jóvenes de esos contornos, despojados de porvenir, a los que el narcotráfico les otorga esa perversa combinación de sentirse "alguien" con una pistola en la cintura. Es desolador que ni el trabajo ni la educación puedan garantizar hoy opciones que se impongan a una trama que los conduce a toda velocidad hacia la muerte o la cárcel. El resultado es una ciudad fisurada, que vive cada vez con mayor miedo.
El crimen se instaló como una herramienta más del negocio narco y, no solo no tiene freno, sino que va en ascenso. Aunque con contextos diferentes y con distinta escala, aparecen síntomas de que el problema puede ser aún peor, como lo muestra la cruenta escena del hallazgo de dos cadáveres descuartizados dentro de contenedores de residuos en esa ciudad santafesina.
Se sospecha que esos asesinatos fueron ordenados desde la cárcel de Piñero, situada a 20 kilómetros de Rosario, por un lugarteniente de Los Monos, que se jacta –según los audios de conversaciones que fueron expuestas en una audiencia judicial– de ordenar crímenes "a la mexicana", con una motosierra.
El 27 de febrero pasado, el presidente Alberto Fernández dejó asentado un compromiso en un acto frente al Monumento a la Bandera, al afirmar que la Argentina "no tiene más espacio para soportar el crimen organizado".
Ese día prometió que el 20 de junio, cuando retornara a ese lugar para celebrar el aniversario de la muerte de Manuel Belgrano, habría avances. La aparición de la pandemia corrió el eje y este problema quedó, otra vez, en la nómina de la resignación.
En octubre pasado, el Ministerio de Seguridad de la Nación decidió instalar una delegación permanente de esa cartera en Rosario, pero esa medida de índole más burocrática que operativa no aportó por ahora resultados concretos. Se focalizó la tarea preventiva en la Fuerza de Respuesta Inmediata de la Policía Federal, integrada por unos 60 efectivos por turno. Significa apenas una gota en el desierto.
La sintonía que parecía existir entre la ministra Sabina Frederic y el titular de la cartera de Seguridad de Santa Fe, Marcelo Sain –ambos fueron compañeros de claustro en la Universidad de Quilmes– para coordinar un enfoque de fondo en busca de combatir el crimen organizado derivó en más desacuerdos que coincidencias. Por su estilo de conducción, Sain dio señales de tener serias dificultades para encontrar consensos, incluso, dentro del propio gobierno provincial.
La visión de este ministro es que uno de los elementos que explican el elevado nivel de violencia es que la policía "es muy mala reguladora del crimen porque ha perdido la calle y ni siquiera mantiene un control ilegal del territorio". Las calles, según esa mirada, las gobiernan los narcos.
El año pasado, Sain promovió tres leyes de seguridad para reformar la policía de Santa Fe, una fuerza que –según su visión– es "obsoleta e ineficiente", pero ni el propio gobierno de Omar Perotti insistió demasiado en que ese paquete legislativo se aprobara tras las tensiones internas que aparecieron con una causa de juego clandestino que involucró al jefe del bloque peronista en el Senado, Armando Traferri. En Santa Fe no prosperó la reforma de fondo de las fuerzas de seguridad que planteó el ministro, pero tampoco aparecieron resultados con la reorganización operativa de la policía.
Es necesario que haya una política de seguridad estable, sin fisuras, con una coordinación aceitada entre la Nación y las provincias, más allá del color partidario, sustentada sobre un acuerdo político que sume voluntades y coincidencias para poder enfrentar un poder que en su forma de acción, como la violencia y el narcotráfico, no muestra fisuras y a partir de los pactos permanentes con sectores de la política y la Justicia, como demostró la causa judicial por sobornos en la que fueron detenidos los fiscales Gustavo Ponce Asahad y Patricio Serjal.
Estamos ante un tema que requiere una decidida y contundente política de Estado antes de que sea demasiado tarde.