Crecer sin planes trienales ni quinquenales
A lo largo de décadas, la Argentina ha tenido regímenes de fomento que generaron beneficios a funcionarios, gestores y empresarios, sin alentar la inversión de fondos particulares
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Desde que asumió Javier Milei y concentró su esfuerzo en lograr déficit cero para eliminar la inflación y recuperar la moneda, fue criticado por no prestar atención a la llamada “economía real”, privilegiando la estabilidad fiscal sobre el desarrollo productivo. Bien contrapuesto a Bernardo Grinspun, primer ministro de Economía de Raúl Alfonsín, quien hacía alarde de preferir la reactivación a costa de mayor inflación. No logró lo primero y lo agobió lo segundo.
Existen muchas teorías sobre la necesidad de incluir un plan de desarrollo como parte de un ajuste, para impulsar la expansión productiva y la demanda de empleo en ámbitos ajenos a los grandes proyectos, como los hidrocarburos y la minería. En una reciente entrevista en LA NACION, Dani Rodrik, destacado profesor de la Universidad de Harvard, sostuvo una visión crítica respecto del Estado mínimo que propicia Milei. Sin duda, esa fue la razón por la cual Horacio Rodríguez Larreta lo convocó a disertar en la Argentina y obtener respaldo académico a su postura desarrollista, contraria al “anarcoliberalismo” oficial.
Si bien Rodrik estuvo bien lejos del keynesianismo original, dejó claro que el Estado tiene un rol importante que cumplir en el crecimiento de un país, sin dejar todo en manos del mercado. Además de establecer un marco institucional, proveer bienes y servicios públicos y desarrollar infraestructura, Rodrik se manifestó partidario de políticas activas (la dichosa “colaboración público-privada”) para reconvertir sectores rezagados (automotriz, textiles); apoyar ventajas competitivas (litio, biotecnología) e impulsar servicios que absorben mano de obra y favorecen el trabajo con inclusión.
No debe olvidarse que, cuando el Estado abre y cierra compuertas de dinero, se arma de inmediato un bazar paralelo de comisiones, retornos y gratificaciones, generando plusvalías cuantiosas para algunos a costa del erario
Es difícil contrariar la opinión de Rodrik, pues existen en el mundo distintos modelos de intervenciones públicas, algunas exitosas, como las de Corea del Sur, Singapur o China, y otras que no lograron igual dinamismo, como las de Italia, Francia o España. Pero el caso argentino es distinto a los que se analizan en claustros universitarios. Esos países funcionan como tales, unos a punta de fusil y otros con disensos democráticos, con engranajes ajustados y causalidades predecibles. En los primeros, los premios y castigos se alinean sobre la base de rígidos principios de orden, mérito, esfuerzo y veneración de lo público. En los segundos, aunque esos valores son reconocidos en los discursos, flaquean por sus hechuras latinas.
Como lo definió el filósofo Carlos Nino, el nuestro funciona al margen de la ley, en una “anomia boba” donde cada cual subsiste como puede a costa del conjunto, empobreciéndose todos. El capital social se diluyó durante 80 años de crisis, ocho “defaults”, inflación extravagante y desaparición de la moneda. Esos fenómenos provocaron la fuga de capitales; la destrucción del ahorro; la expulsión a la informalidad y la expansión de la pobreza.
Para que los planes de cualquier gobierno cumplan sus objetivos, es indispensable un mínimo de cohesión social, una pizca de confianza y “servidores públicos” que no confundan el interés general con el propio. En la Argentina han existido decenas de planes de desarrollo, regímenes de fomento y programas de estímulo, pero todos han sido oportunidades de negocios y nunca verdaderos acicates para la inversión de fondos particulares. La gestión de partidas presupuestarias, créditos blandos, barreras de entrada, exenciones fiscales, avales oficiales, reintegros y desgravaciones impositivas siempre ha estado dirigida por la política partidaria, generando plusvalías cuantiosas para funcionarios, gestores y empresarios a costa del erario.
La gestión de partidas presupuestarias, créditos blandos, barreras de entrada, exenciones fiscales, avales oficiales, reintegros y desgravaciones impositivas siempre ha estado dirigida por la política partidaria
Quizás el profesor Rodrik no conozca bien cómo funciona lo público en la Argentina cuando el toma y daca al que él se refiere se traslada de las tiendas presenciales y los sitios virtuales a las trastiendas del poder y los despachos oficiales. Es el mercado más oscuro y dañino, pues condiciona decisiones estatales que deforman la estructura productiva condenando a una nación por generaciones.
No debe olvidarse que, cuando el Estado abre y cierra compuertas de dinero, se arma de inmediato un bazar paralelo de comisiones, retornos y gratificaciones. Gracias a la tecnología, hemos visto el caso de los seguros que involucra al expresidente Alberto Fernández y, gracias a los cuadernos, los enjuagues en el mundo de la construcción. Así funciona el mercado de lo público, con bolsos y sobres, pagos a prestanombres, uso de departamentos y tarjetas azules para autos de alta gama, entonando el himno con una mano en el corazón, otra en la billetera e invocando a la patria, que es el otro.
Desde aquel mítico Consejo Nacional de Posguerra (1944), hemos tenido planes quinquenales del primer peronismo (1947 y 1953), otros del CONADE (1961–1973), 160 Políticas Nacionales (Decreto No. 46/70); el Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional (1973) y múltiples promociones sectoriales y regionales posteriores conforme a presiones de gobernadores o de aportantes de campañas.
La provincia de Chubut, gran productora lanar, gozó de promoción para la industria textil de hilados sintéticos, que decayó cuando las provincias de la “reparación histórica” (Catamarca, San Juan y San Luis, 1973) ofrecieron beneficios mayores. Finalmente, el sector se incorporó al régimen de Tierra del Fuego sin sentido alguno, pues iguales razones avalarían su extensión a todo el territorio continental.
Los argentinos han acumulado casi medio PBI en el exterior o bajo los colchones, sin deseo alguno de ingresar esos fondos, con planes o sin ellos
A pesar de la magnitud del ahorro nacional fugado, nadie quiso invertir dentro de nuestras fronteras, sino que los fondos provengan de los demás. En las industrias básicas (celulosa, álcalis, petroquímica, siderurgia) se hicieron inversiones redundantes difiriendo el IVA y con créditos oficiales, siempre renegociados y licuados. Con el tiempo, el valor de esas empresas fue una fracción de lo que costó construirlas pues el negocio era financiero, no productivo. Una auditoría ácida de las carteras inmovilizadas del antiguo BANADE, del Banco Nación o del BICE revelaría los millones perdidos en nombre del empleo, la ocupación territorial y el valor agregado, nunca sustentables. De igual forma, se usaron herramientas dispersas y ajenas a toda racionalidad, como licencias de importación, el régimen antidumping, protocolos técnicos, comisiones sectoriales o el “compre nacional”, para satisfacer a los mayores postores a expensas de los menores. Motores, tractores, bicicletas, motos, cubiertas, juguetes, calzado, cueros y otros productos “sensibles” fueron objeto de trato diferencial en desmedro de un verdadero desarrollo competitivo.
Con la excepción del período 1991-1999, cuando se estabilizó la economía y se lograron fuertes inversiones externas en infraestructura y energía con marcos regulatorios creíbles, la Argentina decayó con prisa y sin pausa. Tres pruebas contundentes evidencian el fracaso sistemático de tantos esfuerzos trienales, quinquenales o decenales. Los argentinos residentes han acumulado casi medio PBI en el exterior o bajo los colchones, sin deseo alguno de ingresar esos fondos, con planes o sin ellos; los casos de corrupción revelan los montos fabulosos transados en los bazares de las decisiones públicas y, finalmente, la endeblez de la estructura productiva, incapaz de generar divisas y dar empleo genuino por culpa de tantos incentivos perversos.
El Gobierno se ha enfrentado con una Argentina destruida, sin moneda, sin capitales, sin reservas y sin competitividad, plagada de enclaves y derechos adquiridos, de sindicalistas mafiosos y de dueños del gasto público. Con la Ley Bases, la de “hojarasca” y desregulaciones varias, debe ahora limpiar el terreno para reconstruir los cimientos de una sociedad que funcione y una economía que prospere. No es tiempo aún de discutir planes de desarrollo pues no hay plata para nadie y los grupos de interés acechan, aliados a la política. La educación, la salud, la seguridad y la defensa deben ser los destinos prioritarios de lo poco que hay.
La forma de alinear incentivos para crecer con inversiones, es consolidar un marco institucional de acceso abierto, cuyo ejercicio no requiera contactos con autoridades sino aplicando normas transparentes y no discrecionales cuya perdurabilidad garantice seguridad jurídica. No es un rol menor para el Estado, cuando es su función principal y la base fundamental para el desarrollo, sin planes trienales, ni quinquenales.