Corrupción en distritos con pobreza creciente
El envilecimiento moral, la ambición de perpetuarse en el poder, el caudillismo y la impunidad impiden a muchísimos ciudadanos proyectar un futuro digno
Una de las más notorias paradojas de nuestro país es que el gasto público y la pobreza crecen simultáneamente. En épocas en que el Estado gastaba menos de un 10% del producto bruto interno, antes de los años 40, la pobreza no superaba el 5% de la población. Hoy, excluyendo lo ocasionado por la pandemia, el gasto estatal llega al 45% del PBI y la pobreza alcanza al 40,9% de los argentinos. Esta peculiaridad de más Estado-más pobreza se observa también en las provincias. Aquellas que muestran un mayor porcentaje de gasto público son las que miden mayor pobreza. Este contrasentido parecería tener aún menos explicación cuando lo que más ha crecido es el gasto social.
Las paradojas siempre tienen una explicación y la hay también para el caso argentino. El gasto público social solo puede paliar la pobreza, pero, mientras no genere producción, su acción es meramente distributiva. Lo que se da a unos se les quita a otros. Puede mejorar en un muy corto plazo la distribución del ingreso, pero se afecta principalmente a quienes invierten, que son los determinantes del crecimiento. La inversión es la única forma de crear empleo y mayor capacidad productiva. Esto, a su vez, es el único camino para reducir genuinamente la pobreza.
El asistencialismo mediante el uso de gasto público genera, además, comportamientos sociales que, en plazos más largos, llevan a la declinación productiva. En vez de resolver la pobreza, esta se acentúa y consolida. Los planes sociales están generando en la Argentina una aversión al trabajo de millones de personas que los reciben.
Hay una cuestión institucional que explica una parte de la paradoja. El carácter federal de la Argentina debería implicar teóricamente un alto grado de autonomía de las provincias. Así nació nuestra organización nacional como una confederación de las Provincias Unidas. Los gobernadores asumían las funciones no delegadas en el gobierno nacional y debían cumplirlas con sus propios recursos. Eran responsables de sus resultados ante sus propios contribuyentes. Los ciudadanos estaban atentos al buen uso de sus impuestos y tenían suficiente cercanía con el gobernador para protestarle por un gasto excesivo o innecesario. Los territorios del país que no estaban en condiciones de sostenerse eran territorios nacionales, íntegramente mantenidos con el presupuesto de la Nación.
En 1934, nació la coparticipación federal de impuestos, que gradualmente fue tomando mayor importancia en el financiamiento de los gastos provinciales con recursos recaudados por la Nación. Este cambio tuvo dos efectos: 1) hizo factible que los territorios nacionales se convirtieran en provincias y 2) se fue alterando la responsabilidad de los gobernadores, que comenzaron a gastar con billetera ajena, la del gobierno nacional.
Los territorios nacionales pasaron a convertirse en provincias a comienzos de los años cincuenta. El último fue Tierra del Fuego, que lo hizo en 1990. Hoy hay 24 jurisdicciones: 23 provincias más la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En siete de ellas los recursos propios no alcanzan a cubrir el 15% de su gasto. Son Corrientes, Jujuy, Chaco, Catamarca, Santiago del Estero, La Rioja y Formosa. Estas tres últimas no llegan a cubrir el 10%. Son las provincias más beneficiadas por la coparticipación federal, que, en su distribución, incorpora el criterio de aportar más a las jurisdicciones menos desarrolladas. El objetivo explícitamente buscado por el legislador fue que esas provincias inviertan más en infraestructura y educación y que, de esa forma, reduzcan su retraso relativo. Sin embargo, luego de décadas de aplicado este régimen, encontramos que las provincias más favorecidas son las que más han aumentado sus burocracias innecesarias.
Esas siete provincias superan en más del 50% la cantidad de empleados públicos cada 1000 habitantes que promedian el resto de los distritos. Han hecho más clientelismo y menos inversión. La consecuencia es que padecen más pobreza y menos desarrollo. Seis de esas siete provincias están ubicadas en los últimos lugares del ranking provincial del Índice de Desarrollo Humano (IDH) y son las que muestran los porcentajes más elevados de pobreza e indigencia.
De todo esto se puede llegar a una conclusión de carácter sociológico institucional: la coparticipación federal de impuestos induce a un uso clientelístico de los recursos que reciben del gobierno nacional sin esfuerzo ni compromiso propio. El ingrediente redistributivo del sistema obtiene efectos exactamente opuestos a los pretendidos.
El camino correcto debería ser la devolución de potestades tributarias a las provincias, suprimiendo la coparticipación, para ir hacia una correspondencia fiscal basada en el principio eficiente de "el que gasta recauda". Esto haría a los gobernadores plenamente responsables de la eficiente y transparente aplicación de los impuestos pagados por sus gobernados.
Pero no todos los desvíos son consecuencia de un mal diseño institucional. No podemos dejar de mencionar la corrupción moral y las maneras indebidas de perpetuación en el poder.
Lamentablemente, la Argentina es un muestrario de casos de estas características. Los ejemplos más recientes y llamativos se pueden encontrar en Formosa, Santa Cruz y Santiago del Estero. En estas provincias y también en otras se han reiterado iniciativas de habilitar la reelección indefinida. En su defecto, se recurre a los cónyuges o a súbditos de lealtad asegurada. La etapa siguiente es la de cooptar el Poder Legislativo y la Justicia. Así se abre espacio para el caudillismo local, la corrupción y la impunidad. Entonces, el crecimiento de la pobreza se convierte no solo en una realidad que entristece, sino en un delito que indigna.