Contra la violencia política
MADRID.- La democracia sufrió este miércoles un terrible ataque con el intento de asesinato del primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico. Un individuo disparó cinco veces contra el líder político y, simbólicamente, contra la voluntad ciudadana que le aupó al cargo. Un gesto tan abominable merece la más rotunda de las condenas. Corresponde ahora a la Justicia dilucidar las circunstancias del ataque, pero las primeras investigaciones apuntan a un atentado con motivos políticos perpetrado por un lobo solitario radicalizado. Las conclusiones de la investigación y el juicio de los tribunales serán fundamentales para hacer un diagnóstico preciso. En cualquier caso, se hace más necesaria que nunca la unión de todos los demócratas contra la violencia.
Eslovaquia es un país fuertemente polarizado y la acción gubernamental de Fico ha sido motivo de inquietud para el Parlamento Europeo. En una resolución aprobada por una abrumadora mayoría en diciembre pasado, la Eurocámara manifestó su preocupación por la erosión del Estado de Derecho en el país centroeuropeo —señalando las maniobras gubernamentales para disolver la fiscalía anticorrupción— y por el uso de un lenguaje insultante por parte del primer ministro. Esa inquietud tiene raíces profundas. En 2018 el país asistió conmocionado al asesinato del periodista Jan Kuciak y de su prometida. Kuciak había investigado las conexiones del Gobierno con grupos mafiosos, lo que derivó en la dimisión de Fico, entonces también el frente del Ejecutivo.
Nada de lo anterior puede, por supuesto, justificar un infame ataque que hay que condenar sin matices. La democracia tiene muchas vías para corregir sus defectos de funcionamiento y ninguna pasa por la violencia. Lo único que demuestra el reprobable atentado es que, sea cual sea su signo ideológico, nadie está a salvo cuando se pone en marcha la incontrolable espiral del odio. Normalizar la violencia verbal en el ámbito político no hace más que elevar el umbral de tolerancia ante el insulto, con el consiguiente riesgo de alguien termine considerando natural el salto a la violencia física.
El episodio de Handlová se enmarca, de hecho, en una preocupante serie de casos de violencia política en Europa. Alemania se halla en estado de alerta tras varias agresiones —incluida la paliza propinada a un candidato socialdemócrata al Parlamento Europeo mientras colgaba carteles para la campaña de junio— y en Holanda una ministra ha renunciado a su cargo ante la sucesión de amenazas e intimidaciones.
Conviene ser cautelosos a la hora de sacar conclusiones de episodios que pueden tener distinta naturaleza. Tampoco los contextos nacionales son iguales. Sin embargo, esa necesaria cautela no impide constatar la proliferación en casi toda la Unión Europea de actitudes de deslegitimación de los adversarios que generan ambientes sociopolíticos tóxicos y, como mínimo, exacerban los ánimos. Europa parece haber dejado atrás el tiempo de la violencia terrorista organizada, pero el fenómeno persiste en la figura de personajes radicalizados que en ocasiones actúan en solitario. No es una novedad. En 2011 Anders Breivik llevó a cabo una matanza de jóvenes socialistas en la isla noruega de Utoya. Cinco años más tarde, otro individuo asesinó a la diputada laborista Jo Cox en el Reino Unido. La difícil síntesis entre libertad y seguridad que constituye una de las fortalezas de la democracia puede siempre convertirse en una de sus debilidades, pero hay argumentos para temer que el clima especialmente tóxico que vivimos hoy sea un caldo de cultivo peligroso. El injustificable intento de asesinato de Fico es una seria llamada de atención. Hay valores cívicos más importantes que el color político.