Consenso no es necesariamente corrupción
Al borde del abismo, no hay más tiempo que perder; debemos estar mayoritariamente dispuestos a una transformación antes de que sea demasiado tarde
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Vivimos días aciagos. La abrupta y descontrolada bajada en el tobogán de la economía cotidiana parece no encontrar parate. Las noticias nos exponen a un bombardeo constante con poco margen para encontrar algo que celebrar. Los episodios de inseguridad contribuyen con su protagónico rol mientras la política desenfunda explosivos debates.
A la pesadez de un último trimestre de 2023 con pronóstico reservado, le siguió el triunfo de un candidato opositor capaz de encender en un balotaje una cuota de ilusión para el 56 por ciento de la población. Dicen que el triunfo es un cheque por tres meses de apoyo; está visto que no lo firman todos.
Nadie duda cuán complicado resulta desentrañar los engranajes de los mecanismos sociales. Todos los libros de una biblioteca no permiten entender a los argentinos, tan solidarios como individualistas. Años de malas gestiones de gobierno que no supieron gerenciar el lábil capital con el que contamos han sembrado también una peligrosa confusión conceptual respecto del rol del Estado. Hoy, mientras millones de compatriotas se han caído de la pirámide social, otros muchos se aferran a las viejas concepciones que les aseguraron vidas de privilegios a cambio de nada, cuando no de corrupción. Hace tiempo que los primeros carecen de fuerza propia, muchos encolumnados detrás de una izquierda arcaica y violenta. Los segundos reclaman desde la desesperación de quien teme un cambio de escenario. Durante décadas, la debilidad de unos alimentó la fortaleza y subsistencia de los otros. Imaginar que un cambio en esta largamente enquistada distribución de fuerzas no encontraría resistencias, sería inocente.
Mientras millones de compatriotas se han caído de la pirámide social, otros muchos se aferran a las viejas concepciones que les aseguraron vidas de privilegios a cambio de nada
En este momento de potencial quiebre que transitamos, el pesimismo da buenos dividendos. Las agoreras voces de quienes ven amenazadas sus prebendas resuenan más fuerte que las de quienes pusieron una ficha al cambio, conscientes de que difícilmente las cosas podían ser peores. Dos estilos, dos miradas, dos países distintos.
Lamentablemente, pareciera no haber cabida para ambos en nuestros 2,78 millones de kilómetros cuadrados. Si bien no hay más resto para sostener la ficción populista que benefició a unos pocos e ilusionó a muchos durante demasiado tiempo, ningún cambio será posible sin un razonable margen de consenso sobre cuestiones medulares, como viene quedando demostrado. Tampoco debemos olvidar que la Constitución nacional establece que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes.
Estamos ante un dilema de difícil resolución. Una puja de fuerzas que amenaza con hacer estallar lo poco que queda de aquella nación, por momentos idealizada, en tanto y en cuanto sigamos poniendo el acento en lo que nos divide por encima de lo que nos une. Atrapados en un laberinto, buscar una salida obliga también a asumir una actitud superadora.
Entre las pasiones que compartimos, están el fútbol, los amigos, la familia; somos y nos reconocemos solidarios en un país con tantas carencias; los jóvenes crean nuevas tribus urbanas en torno de ídolos musicales más que convocantes, pero se nos hace difícil cruzar la vereda para compartir más cosas con el que, en algunos temas, piensa distinto
Un camino muy elemental, pero no por ello menos efectivo, sería repasar qué cosas nos unen a los argentinos, más allá del territorio común, para construir conscientemente un plafón sin el cual no habrá despegue.
El punto de partida es una sociedad mayormente integrada, sin resquebrajamientos por motivos de religión o raza, tan comunes en otras latitudes.
Compartimos muchas pasiones, las deportivas a la cabeza, con el fútbol como la más destacada, fanáticos de la selección nacional, con Maradona y/o Messi idolatrados, capaces de encolumnarnos aunadamente. También nos aglutinamos detrás de un reclamo como el de Malvinas, tan caro a nuestra soberanía. La patria late no solo en nuestros símbolos, a pesar de quienes siguen tratando de reescribir la historia devenida en relato y cargada de ideología para manchar muchas veces el recuerdo de los que pelearon por la independencia o supieron construir las bases institucionales que hicieron grande a nuestra nación.
El común origen migratorio de un alto componente de la sociedad nos ha marcado a fuego respecto del valor que asignamos a la familia, incluso en sus más diversas y modernas formas. Con una clase media que, hoy reducida a su más mínima expresión, fue distintiva y, en justicia, valorada.
Si lográramos hacer foco en la enorme cantidad de cuestiones que nos unen, encarar el futuro sería mucho más sencillo
Hacemos también de la amistad un verdadero culto, una incomparable experiencia que sorprende gratamente a muchos foráneos que celebran asimismo nuestra cálida hospitalidad, otro sello nacional. El valor del encuentro está en nuestro ADN, generalmente asociado a un café, un mate, un malbec, el insustituible asado, las milanesas, las empanadas o la pizza, cuyas faltas sentimos a poco de cruzar la frontera. Ni qué hablar del dulce de leche. También nos acerca el humor compartido, esa complicidad chispeante de gestos y palabras junto a las tiras de ayer con Patoruzú o Mafalda, o las de Liniers o Tabaré de hoy.
Entre los más jóvenes, afortunadamente no todos planean emigrar. La pasión por los recursos que acercó la tecnología, la intensa actividad en redes sociales, el éxito de distintos influencers junto con los miles de fanáticos de Duki, María Becerra, Bizarrap, Tini, Nicki Nicole o Taylor Swift, entre muchos, hablan de cuánto comparten las nuevas generaciones. Multitudinarios festivales y megafiestas ganan año tras año nuevos adeptos. Da gusto escuchar a jóvenes destacados como Mateo Salvatto hablando de su amor por el país.
Durante décadas, pudimos sentirnos orgullosos del nivel de nuestra educación pública, ejemplo en la región, y hoy tan jaqueada. Esa educación que nos valió varios premios Nobel y una legión de profesionales, escritores, científicos e investigadores que se han ganado el reconocimiento del mundo desarrollado. Mientras aferrados al asistencialismo muchos sepultaron aquella sana cultura del trabajo que se tradujo en ascenso social y progreso, la creatividad y el tesón ocupan aún hoy un lugar destacado, con buen número de emprendedores, algunos devenidos cotizados unicornios como Mercado Libre o Globant, por solo mencionar un par.
Que no nos ganen los desacuerdos ni quienes buscan dividirnos
El campo argentino, una pampa pujante e innovadora que se convirtió en el primer motor productivo, hace también a nuestra nacionalidad. Nos identifica, no solo en las carnes o los granos que producimos y enviamos al mundo, sino también en nuestro folklore, que, junto al tango, nos son tan propios. Al igual que la Patagonia, con sus maravillosos enclaves, las Cataratas del Iguazú o el pintoresco norte argentino. Bendecidos por la naturaleza, tan vasto e incomparable patrimonio común también debería ser prenda de unión cuando la codicia de muchos amenaza su integridad.
La lista es larga. Cada quien podrá sumar su aporte y su mirada. De resultas seguramente concluiremos que, a 40 años de la recuperación de la democracia, es mucho más lo que nos une que lo que nos divide, mal que les pese a muchos.
Si, por un momento, lográramos hacer foco en ese capital, valorándolo debidamente, convertido en herramienta de unidad, encarar el futuro sería mucho más sencillo. Que no nos ganen los desacuerdos ni quienes buscan dividirnos. San Agustín sabiamente decía “en lo opinable, libertad; en lo necesario, unidad; en todo, caridad”. Esa fuerza que empeñamos en pelear y dividirnos, ese affectio societatis, es lo que necesitamos para cobrar impulso hacia el futuro de unidad y desarrollo que necesitamos.
Apostemos a ese enorme potencial. Redireccionémoslo en nuestro beneficio y no en el de quienes ganan con tantos dolorosos y muchas veces violentos desmembramientos. Aprovechemos este precario consenso popular que nos dieron las urnas, alejado de cualquier pretendida asimilación con corrupción entre quienes nos representan. Al borde del abismo, no hay tiempo que perder; debemos estar mayoritariamente dispuestos a una transformación antes de que sea demasiado tarde.