Con Vaca Muerta no basta
La tentación populista y el pensamiento mágico nos invitan falsamente a creer que el gas de esquisto o el litio evitarán las imperiosas reformas estructurales que el Estado necesita
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En las antiguas películas de cowboys, los colonos rodeados por jinetes sioux esperaban ansiosos la llegada del ejército para salvarlos. De igual manera, en una Argentina acorralada por la inflación, los políticos esperan oír el clarín de Vaca Muerta anunciando la salvación. Pero con el gas de esquisto, no bastará.
La inflación anual del 102,5% es el termómetro metafórico que mide la discrepancia entre los deseos colectivos y la capacidad de concretarlos. Cuantifica la tensión existente entre las promesas oficiales y los bolsillos reales. La lluvia de billetes del “Estado presente”, aleja cada vez más a las familias de alimento, salud, educación, seguridad, vivienda y vestido. Salvo, por supuesto, para quienes cobran sueldos, viáticos, pensiones graciables y otras canonjías oficiales. Cuando la tensión llega al máximo, la cohesión social se rompe y la desesperanza provoca reacciones extremas como ocurrió entre las dos grandes guerras.
El afán de justicia social, la inclusión de los excluidos, la demanda de igualdad y el goce de nuevos derechos –banderas del progresismo– implican también el imperativo ético de eliminar la inflación y generar recursos materiales para hacerlos realidad. De otro modo, se seguirá defraudando a los que menos tienen con derechos de papel, relato, pancartas militantes y miseria galopante.
Ese imperativo ético obliga a potenciar las capacidades de los argentinos para que progresen con su trabajo y no con rentas caídas del cielo. Se concreta con educación de calidad, formación terciaria y valoración del mérito para insertarse laboralmente en empresas que multipliquen los frutos de su esfuerzo gracias a inversiones y tecnología. Es decir, con productividad.
Sin embargo, a partir del populismo fascista importado por los coroneles de 1943 y del virus cubano que contaminó de marxismo los años ‘70, la Argentina mantiene creencias ya perimidas hasta en China o en Vietnam. Las palabras “productividad” o “eficiencia”, únicas salidas para mejorar el nivel de vida de la población, son tabú en el lenguaje del kirchnerismo, heredero autopercibido del socialismo nacional. Para su militancia, la prédica eficientista favorece a la clase explotadora pues aumenta su plusvalía en desmedro del proletariado, sujeto a la ley de bronce de los salarios. Olvidan el Congreso de la Productividad (1954) convocado por el entonces presidente Perón, asediado –como ahora– por la crisis y la inflación, para intentar mejorar la eficiencia industrial con atisbos de flexibilidad laboral.
La prodigalidad de la pampa húmeda y las mejoras tecnológicas del campo permitieron a la Argentina disfrutar de un alto nivel de vida sin necesidad de nuevos congresos de productividad, ya que pudo asegurar alimentos baratos al mercado interno, proveer divisas para insumos industriales y transferir rentas al fisco para subsidios varios. Solo cuando existen malas cosechas y caen las exportaciones, se pone de manifiesto la falta de escala del sector fabril, incapaz de generar por sí los dólares que consume.
Ha llegado el momento de encarar las reformas estructurales para que la Argentina pueda estabilizar su moneda de forma sustentable, eliminar el cepo cambiario y alinear sus precios relativos bajando costos. Así podrá ingresar a mercados distantes con exportaciones que se luzcan por su precio y calidad.
La Argentina debe resolver si será como Noruega o como Nigeria, ambos grandes productores de petróleo que adoptaron distintos modelos para administrar un recurso abundante, con resultados bien opuestos
No obstante, pocos políticos se atreven a decir que “el rey está desnudo” en materia de competitividad; la mayoría, por astucia, conveniencia, ignorancia o ideología, prefiere atizar la ilusión de las soluciones mágicas, pregonando –como el clarín en los westerns– que Vaca Muerta y el litio pondrán punto final a nuestros males.
Un inesperado flujo de ingresos es la tentación populista para sacar de la agenda los temas que tienen costo político, como la reducción del gasto público, la flexibilización laboral, la desregulación de actividades, la eliminación de mercados cautivos, la derogación de regímenes de privilegio o la inserción en áreas de libre comercio. Por picardía, estupidez o convicción, muchos omiten afirmar que se usarán para continuar financiando las distorsiones que nos llevaron a la decadencia como nación. Y en esto, reciben todo el apoyo de los grupos corporativos que desean perpetuar sus “conquistas” y privilegios.
Una Argentina que se preocupe por sus hijos, no puede basar su porvenir en formas extractivas de generar riqueza. Debe apostar por su recurso humano, para dar a sus habitantes un horizonte de verdadera autonomía y suficiencia. Que puedan confiar en sus conocimientos y destrezas aquí y afuera, cualquiera fuese el precio del petróleo, del gas, de la soja, del cobre o del litio. Sería triste que, gracias a Vaca Muerta o al litio, se mantuviesen los privilegios políticos, con sindicalistas millonarios, empresarios prebendarios y una estructura productiva vetusta, subsidiada por riquezas cuyo futuro estelar es incierto.
La Argentina debe resolver si será como Noruega o como Nigeria, ambos grandes productores de petróleo que adoptaron distintos modelos para administrar un recurso abundante, con resultados bien opuestos. Si Noruega pensó en el largo plazo, Nigeria no pensó nada y ocurrió lo impensado.
La nación escandinava creó un Fondo de Pensiones (1990) con el fin de “preservar esa renta para las generaciones futuras, mantener baja inflación y separar el gasto corriente del Estado de los ingresos petroleros”. Noruega tiene una economía abierta y competitiva para sostener su Estado de bienestar con esfuerzo cotidiano y no con plusvalías del Mar del Norte. Sumado a ello, no existe corrupción y la educación es de altísima calidad. Será por ello que Alberto Fernández propuso adoptarla como modelo de su gestión.
En contraste, desde su independencia en 1960, Nigeria basó su gasto público en los hidrocarburos que extrae una empresa estatal en el delta del rio Níger. En ausencia de un fondo anticíclico, sobrevaluó de entrada su moneda en perjuicio de la tradicional agricultura familiar y la renta petrolera tampoco se reflejó en mejoras para la población por la corrupción política, los robos en los oleoductos y los derrames en la fértil zona del Níger.
Como Noruega, nuestro país debe estar preparado de antemano para administrar los recursos que obtenga de exportar gas licuado u oro blanco. Esa perspectiva no debe servir de excusa para eludir las reformas de productividad, indispensables para hacer creíble cualquier plan de estabilización. Si se privilegia a la gente y “sinceramente” se cree que “la patria es el otro”, la bendición neuquina no puede ser tabla de salvación para preservar un sistema que degrada a la mayoría en provecho de pocos.
Como en Noruega, los ingresos de Vaca Muerta no deberán sufragar gastos corrientes del Estado sino, por el contrario, ser la herramienta afortunada para ordenar las cuentas públicas reestructurando deudas, financiando el costo del inevitable ajuste, invirtiendo en infraestructura y dando solvencia al régimen jubilatorio, después de dos décadas de irresponsabilidad kirchnerista.