Asignaciones 5G, graves desajustes institucionales
Crear marcos legales y concretar subastas basados en el amiguismo político y con fines meramente recaudatorios causará gravísimas consecuencias para el país
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La subasta por la que el Estado argentino asignó a las empresas de telecomunicaciones las frecuencias del espectro radioeléctrico que hacen falta para la prestación de los servicios móviles de quinta generación, o 5G, es todo un síntoma de las deficiencias institucionales cuyas consecuencias terminaremos pagando, de una manera u otra, los ciudadanos.
La tecnología 5G, que ya está disponible en todos los países desarrollados y en varios de América Latina, significa una evolución disruptiva en las comunicaciones celulares. Hará posible y pondrá masivamente a disposición de los usuarios muchos servicios que requieren transportar una gran cantidad de datos. Basta pensar en su utilización en complejos procesos de telemedicina, entre muchos otros. Como cada vez que existe uno de estos saltos evolutivos, hacen falta enormes inversiones para desplegar una red con elementos de la nueva tecnología. Uno de ellos es el espectro o frecuencias radioeléctricas que el Estado asigna mediante una subasta que, como tal, asigna las frecuencias al mejor postor.
Como probablemente en ningún otro sector, en materia de telecomunicaciones la Argentina parece no aprender de las lecciones de su pasado reciente. Luego de la privatización de la deficitaria, obsoleta e ineficiente Entel, la Argentina se convirtió en un caso de éxito en materia de acceso a los servicios de comunicaciones celulares, internet y televisión paga. Es sintomático que esos tres servicios se hubieran desarrollado bajo un régimen de precios libres, solo determinados por la dinámica competitiva entre operadoras privadas. Sin embargo, los gobiernos kirchneristas no atendieron esa lección de la realidad y, como en tantos otros sectores, provocaron un avance regulatorio que terminó en una ampulosa declaración de “servicio público” (un concepto sobre cuyo significado es difícil encontrar a dos juristas que coincidan) y en la regulación de las tarifas, único objetivo real de semejante declaración. Ese disruptivo cambio en las reglas del juego y en las condiciones de las licencias de las empresas operadoras ni siquiera fue hecho por una ley, sino por un decreto. Sus efectos han sido suspendidos por medidas cautelares y, como tales, provisorias, pero la norma no ha sido derogada. Es en ese contexto de total inseguridad jurídica en que el Estado subastó frecuencias.
El problema es hacerlo nada más que con fines recaudatorios, sin prestar atención a la principal condición que pone cualquier inversor: la seriedad institucional, la razonable previsibilidad de las reglas de juego del respectivo negocio. En la subasta que acaba de ocurrir, ni siquiera el acceso al dólar al tipo de cambio oficial artificialmente retrasado alcanzó para despertar el interés de todas las operadoras del modo esperado por el Gobierno.
Esas reglas del juego no solamente se ven amenazadas por la intervención regulatoria, sino porque el Estado ha reservado algunas frecuencias para adjudicárselas a la empresa estatal Arsat, que sería el vehículo del disparatado proyecto de crear una empresa estatal de telefonía móvil, como si tampoco alcanzara como enseñanza el panorama que presenta cualquier empresa estatal en términos de eficiencia y transparencia. Si semejante idea se concreta, las reglas del juego, además de haberse alterado irregular y arbitrariamente, incluirán a un jugador que también será árbitro: el dueño de la empresa y el regulador serán el mismo.
La regulación, con miras en los derechos de los consumidores, es imprescindible. Pero desalentar la inversión y luego exigir que las empresas privadas, que tienen que rendir cuentas a sus accionistas, respondan a todo tipo de “necesidades sociales” es una actitud demasiado torpe. Provocar la degradación de los servicios para que entonces deba “rescatarlos” el Estado creando empresas públicas para repartir cargos políticos y asignar presupuestos es aún más grave. Y, mucho menos, inocente.