Cómo nos convirtieron en una peligrosa nación tumbera
Hoy el padre de Mafalda tendría un empleo precario, la madre estaría trabajando en el servicio doméstico y la familia entera haría ingentes esfuerzos para mantenerse a flote; sus hijos irían a la escuela, pero no todos terminarían el secundario. Y tratarían de evitar que Mafalda quedara embarazada tempranamente y que el hermanito se metiera en la droga. Vivirían en un barrio donde se teme salir a la calle por la atroz inseguridad, y donde probablemente habría un supermercado chino: Manolito trabajaría allí. Aquellos personajes emblemáticos de Quino formarían parte así de la nueva clase media empobrecida y degradada, la víctima más notoria de la Política de Movilidad Social Descendente que el peronismo y los peronizados de la patria pusieron en marcha hace casi cincuenta años. Esta célebre parábola ficticia de Mafalda fue elaborada por Agustín Salvia y es ahora rescatada por Jorge Liotti en su medular ensayo La última encrucijada (Planeta), donde se muestra la pulverización de esa clase típicamente argentina bajo este modelo incompetente.
La consultora TresPuntoZero realizó una encuesta focalizada en el drama: el 80% de la clase media actual considera malo o muy malo el nivel de crecimiento y desarrollo social, y casi el 90% califica de igual modo el resultado de la lucha contra pobreza. Cerca del 50% opina que los principales responsables de los problemas fueron los gobiernos peronistas, y sólo el 25% extiende también su crítica a otras administraciones. Comentario al margen: una cosa es fracasar en toda la línea y persistir contra toda evidencia con un proyecto propio y a todas luces negligente, y otra cosa muy distinta es equivocarse al intentar modificarlo. Como sea, Liotti indica que, contrariamente al histórico apotegma justicialista, el trabajo ya no dignifica: “El deterioro progresivo del valor del salario ha hecho que por primera vez amplios sectores de los trabajadores en relación de dependencia, pero esencialmente informales y monotributistas, estén por debajo de la línea de pobreza. Tener un empleo ya no garantiza más un sustento digno”. La bandera de la igualdad tuvo así una deriva paradójica: todos fueron igualados para abajo, en una triste y turbia mishiadura.
Todos fueron igualados para abajo, en una triste y turbia mishiadura
Más adelante, en la página 367, el historiador económico Pablo Gerchunoff refresca su célebre teoría: todo comenzó en los años 70, cuando se liquidó el viejo patrón productivo y distributivo de la Argentina y nuestros políticos y economistas no lograron reemplazarlo por otro. Agrego que como existió de hecho una clara hegemonía peronista –gobernar la mayoría de las veces y condicionar fuertemente a las otras gestiones por medio del chantaje corporativo o callejero, o la colonización mental– el Movimiento creado por Perón resulta también el principal culpable de que ese patrón no haya sido sustituido con creatividad y eficacia. Hasta hace unos meses la misma Cristina Kirchner señalaba como su gran referente a José Ber Gelbard, anacrónico ministro cuyas políticas erradas derivaron precisamente en el accidente macroenómico que dio comienzo a toda esta gran decadencia: el Rodrigazo. La última encrucijada muestra, al respecto, cómo el peronismo está siendo fuertemente interpelado. Esa fuerza que “surgió al calor de las clases trabajadoras se convirtió en promotor compulsivo de planes sociales para quienes quedaron fuera del sistema; el partido que potenció el rol activo de los gremios es espectador de una pérdida constante del poder adquisitivo de los empleados formales; el peronismo que se identifica con la justicia social arrastra indicadores de pobreza e indigencia inéditos en la historia del país. Contrasentidos que cada vez le resulta más difícil de sobrellevar”. El autor coincide en que desde hace rato el kirchnerismo no puede verbalizar una propuesta de estímulo y crecimiento genuinos, y por eso representa cada vez menos un reformismo virtuoso y cada más un conservadorismo de nuevo cuño. Releyendo el último libro de Matías Kulfas, encuentra una lúcida y sincera autocrítica: “Tenemos una necesidad de aggiornar miradas dentro del peronismo, porque hay algunos sectores que tienen una visión muy cincuentista o setentista de cómo se estructura y organiza la producción industrial y de servicios, incluso la del campo, al que se sigue viendo como si fuera la vieja oligarquía. A eso se suman –dice Kulfas– prejuicios antiempresarial y anticapitalista del cristinismo. Y lo que hay que hacer es organizar y liderar esas fuerzas productivas, que es algo que el peronismo no está pudiendo hacer”. Con mera influencia evitista, el kirchnerismo se enamoró del asistencialismo sin preocuparse por la sustentabilidad ni por la generación de riqueza colectiva: el resultado fue devastador. Y ha sido muy difícil durante estos años plantear un cambio de paradigma dentro de ese cerrado esquema verticalista; Liotti le da voz desde el anonimato a un gobernador muy destacado del PJ: “¿Dónde querés que plantee el debate, si no hay instancias de discusión en el partido? Yo no soy Kicillof ni Feletti, que tienen un sesgo antiempresas; esas recetas no van más, pero no lo podés decir porque después te congelan”. El gobernador de marras venía de varias reuniones en los ministerios de Economía y Obras Públicas donde gestionaba fondos para su provincia. El peronismo, como se ve, no solo practica como nadie ese intimidante proceso unitario de premios y castigos con los ajenos, sino también con los propios, y lo sigue haciendo desde el “puerto” y en nombre del federalismo y en memoria de los caudillos federales. Su confirmación como poder permanente se conjuga con las tremendas secuelas de su impericia, y este doble fenómeno ha logrado que la rebeldía consista ahora en colocarse en sus antípodas y luchar contra sus postulados.
En este incontrastable panorama de declive e impotencia se inscriben las elecciones de este domingo y muy especialmente las muertes que tiñeron las horas finales de la campaña. Los homicidios acontecidos en Lanús, Morón y Guernica no hicieron más que recordarnos el polvorín creado por el oficialismo dentro de su propio bastión, porque a la demolición del aparato productivo y la pauperización generalizada agregó un sistema judicial abolicionista e irresponsable, una opción por el delincuente como víctima del capitalismo, una policía corrupta a la que le cedieron la autogestión, y una indolencia frente al avance del narcotráfico y la consecuente explosión del consumo de estupefacientes. Ya en los albores de la democracia moderna, existían dentro de nuestra sociedad algunos segmentos de una cultura tumbera (recordar Las Tumbas de Enrique Medina), pero las nuevas supersticiones ideológicas sumadas al pésimo desempeño de la productividad, las escuelas de Baradel y un Estado fallido, multiplicaron hasta el infinito este fenómeno inquietante. Hoy tenemos millones de marginales dispuestos a todo en lo que podríamos denominar directamente una nación tumbera, y las víctimas más próximas de esos lobos sueltos son los trabajadores inermes, muchos de ellos votantes históricos del peronismo. Que los ha traicionado, para entregarse al ideario de un progresismo apócrifo según el cual permitir la impunidad de los ladrones armados es de izquierda y el orden, un abominable valor de la derecha cavernícola: habría que preguntar a Lenin, Mao, Fidel y Perón qué opinarían de semejante sandez. O interrogar directamente al “pueblo peronista”: qué sienten cuando sus líderes los han abandonado al gatillo fácil de los motochorros. Para estos militantes progres, hay muertos de primera y de segunda en la Argentina: el infarto de un exguerrillero de las FARC con gruesos antecedentes penales que participaba de una marcha en repudio a la democracia donde se quemaban alegremente urnas (símbolos sagrados) es más importante que la ejecución de una nena de once años para arrebatarle un celular, el asesinato de un médico heroico para sustraerle un coche o el fusilamiento de un jubilado para desvalijar una casa. Entre los humildes y los violentos, la nación tumbera se identifica orgullosamente con los segundos. Penosa y larga travesía desde aquel mundo de Mafalda a este pantano de dolor, miedo y desventura.