Cómo dejar atrás la cicatriz de nuestro atraso
Bajar el riesgo país y el costo argentino para acceder al capital de largo plazo, además de reducir la presión fiscal, es necesario para competir en un mundo impiadoso
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Esfuerzo, mérito, excelencia, examen, evaluación, calificación, puntaje, aprobación y reprobación, premio y sanción, orden y disciplina, competencia y eficiencia, equilibrio fiscal y moneda sana fueron valores censurados durante los 49 días del breve mandato de Héctor J. Cámpora en 1973. Ese fugaz legado del “socialismo nacional” fue resucitado más tarde por los cuatro kirchnerismos, en una regresión insensata que se extendió casi 1500 días, hasta que la nación quedó exhausta y extraviada, con niveles de pobreza y corrupción nunca antes vistos.
Hace una semana, desde esta columna, señalamos que la demolición de aquellos valores, virtudes de la clase media, tuvo por objeto reemplazarla por una sociedad de pobres, sometida a una hegemonía populista mediante cargos políticos, empleos públicos y subsidios por doquier. Costará mucho recrear la cultura del trabajo, de derechos con obligaciones, del mérito y el esfuerzo para sacar al país adelante, luego de la perversa involución de las últimas dos décadas.
La cicatriz del ‘73, que todavía marca el daño provocado a los valores colectivos más preciados, también refleja el embate realizado desde entonces contra los principios básicos de la economía. Aquellos mediante los cuales “se cura, se come y se educa” como bien lo formuló Raúl Alfonsin, aunque la deuda ética continúe impaga.
Costará mucho recrear la cultura del trabajo, de derechos con obligaciones, del mérito y el esfuerzo para sacar al país adelante, luego de la perversa involución de las últimas dos décadas
Desde que se nacionalizó el Banco Central en 1946, comenzó una espiral de emisión monetaria e inflación, cuyo correlato fueron los controles, la inestabilidad y la fuga de capitales. Durante la gestión de Arturo Frondizi (1958-62) se lograron grandes inversiones de capital extranjero en el sector petrolero y en diversas actividades industriales, como el acero, la petroquímica y la automotriz. Pero el radicalismo anuló los contratos de hidrocarburos (1963) y, diez años más tarde, lo foráneo se hizo anatema y aquellas “desnacionalizaciones”, enemigas de la soberanía.
En su discurso inaugural del 25 de mayo de 1973, Cámpora dio un giro marxista al peronismo de su mentor y, conforme a la teoría de la dependencia, puso como eje del desarrollo la “liberación” del pueblo argentino. Propuso detener la “entrega” de las riquezas nacionales a las multinacionales desconociendo que, sin inversiones, los recursos naturales se mantienen, impávidos, en las entrañas de la Naturaleza. La persistente cicatriz del ‘73 hace repetir esas expresiones, con bombos y redoblantes, hasta el día de hoy.
En reemplazo del censurado “modelo agroexportador”, se optó por sustituir importaciones de bienes finales para evitar depender de las metrópolis, impulsando industrias livianas con créditos baratos y altísima protección arancelaria. Pero las nuevas fábricas requirieron de insumos y equipos importados, demandando divisas que ellas eran incapaces de generar. El absurdo régimen que inventaron los militares para ocupar Tierra del Fuego en 1972 es un museo viviente de ese pasado.
En 1973 se creía posible que el país creciese sin capitales y, por lo tanto, no hubo incentivo alguno a las inversiones, sino todo lo contrario
La autarquía provoca “cuellos de botella” que limitan el crecimiento al racionarse las importaciones. Si el campo no puede proveer los dólares suficientes, se imponen “cepos cambiarios” para administrar la escasez, como lo sabe Sergio Massa, quien los aprovechó negociando permisos entre bambalinas. Sin mejoras de productividad, cada crisis será siempre sucedida por devaluaciones para reducir costos bajando salarios. Este era el leit motiv de la política económica en 1973 y lo sigue siendo ahora.
A falta de mercado de capitales, el Estado Nacional pasó a tomar un rol preeminente, pues debía reemplazar a las multinacionales –entonces denostadas– como impulsor del desarrollo, creándose una Corporación de Empresas Nacionales para su control político. Del brazo de ellas, con favores y prebendas, se formó una nueva “burguesía nacional”, simpatizante del régimen cubano, para ocupar el lugar de extranjeros y “vendepatrias”. Se consolidó así una trama de intereses con amigos del poder, quienes, mostrando bolsillos falsamente vacíos, lograron préstamos del ex Banco Nacional de Desarrollo (Banade), avales de la Secretaría de Hacienda y desgravaciones de impuestos que sirvieron para “inflar” proyectos y pagar sobreprecios a proveedores que los retornaban sin sonrojarse. Entonces no se exigía declarar “el origen de los fondos”, como ahora. El banco se fundió, los avales caídos no se devolvieron y la inflación erosionó las deudas al fisco que se devolvieron con “chirolas”.
A instancias del ministro José Ber Gelbard, el 15 de junio de aquel año se firmó un pacto social, para estabilizar la economía mediante una “concertación” corporativa entre el Estado, las empresas y los sindicatos. Pero, como el alacrán y la rana, el peronismo no pudo con su ADN y continuó gastando, con precios y salarios controlados. Así estalló el “Rodrigazo” del 4 de junio de 1975, celebración memorable del 32º. aniversario del golpe militar que condujo más tarde al coronel Juan Perón al poder.
Esa dramática realidad aún caracteriza a la Argentina. No habrá solución duradera si no existe una profunda reconversión productiva para lograr competitividad
Todos esos manejos, pactos y acuerdos partían de premisas ideológicas erradas, cuyas cicatrices aún perduran. En 1973 se creía posible que el país creciese sin capitales y, por lo tanto, no hubo incentivo alguno a las inversiones, sino todo lo contrario. La famosa “restricción externa” y sus “cuellos de botella” cambiarios, eran vistos como “maldiciones bíblicas” insuperables. Mientras Guido Di Tella sugería más inversiones estatales en industrias básicas para completar la integración vertical, Marcelo Diamand (leído en el Instituto Patria) pedía más subsidios para exportar y un Banco Central más dócil a sus necesidades. Ante el fracaso del modelo que él mismo había inspirado, Aldo Ferrer propuso, resignado, “vivir con lo nuestro” (1983).
Por aquel entonces, nadie quería reconocer que el rey estaba desnudo, pues todos sabían que la solución era aumentar la productividad conforme a los manuales de economía. Pero ese giro a la ortodoxia estaba vedado y se profundizaron los desvíos. No interesó, como ejemplo, el modelo italiano de industrias medianas, creadoras de alto valor agregado con tecnología, diseño y calidad, en lugar de insistir con “elefantes blancos”, sumideros de fondos públicos en provecho de bolsillos privados e irrelevantes para evitar las crisis cambiarias y los ajustes posteriores.
Esa dramática realidad aún caracteriza a la Argentina. No habrá solución duradera si no existe una profunda reconversión productiva, para lograr competitividad. Es la manera de elevar el nivel de vida de forma genuina sin aumentos nominales de salarios ni devaluaciones periódicas para ocultar ineficiencias con ajustes. Ello requiere abundancia de capitales, palabra censurada en 1973 e ignorada durante el “revival” camporista, como lo expuso Axel Kicillof en el Senado de la Nación en 2012, al declarar que la seguridad jurídica era una “palabra horrible” para su visión de desarrollo productivo con inclusión social.
La desregulación que intenta Javier Milei no tiene solo por objeto simplificar la vida cotidiana de las personas, sino reducir costos que tienen dueños, pero cuya subsistencia podría impedir que las empresas puedan abrirse al mundo borrando la cicatriz de atraso que nos ha marcado durante medio siglo y en cuya defensa se movilizan ahora los principales factores de poder
No basta con bajar aranceles de importación para evitar subas de precios. Es fundamental reducir el “costo argentino” para que las empresas puedan competir en un mundo impiadoso. Bajar el riesgo país para acceder al capital de largo plazo, reducir la presión fiscal, eliminar impuestos distorsivos, disminuir el costo laboral, quitar los privilegios sindicales y también los sectoriales con sus mercados cautivos.
La desregulación que intenta Javier Milei no tiene solo por objeto simplificar la vida cotidiana de las personas, sino reducir costos que tienen dueños, pero cuya subsistencia podría impedir que las empresas puedan abrirse al mundo borrando la cicatriz de atraso que nos ha marcado durante medio siglo y en cuya defensa se movilizan ahora los principales factores de poder.