Cien días de gobierno y ochenta años de componendas
Décadas de distorsiones propias del populismo han dejado a la vista una sociedad exhausta y empobrecida que, sin embargo, no pierde la esperanza de vivir en una Argentina normal
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Después de 100 días de gobierno, las críticas a Javier Milei inundan las redes digitales y llenan columnas de papel. Sus exabruptos, su inexperiencia, su imprudencia, ciertos planteos populistas y sus errores no forzados pueden anunciar un eventual fracaso si no logra apoyos legislativos para concretar sus propuestas. Son críticas fundadas, de observadores benévolos, deseosos de una transformación saludable de la Argentina.
Sin embargo, esos reproches no implican reconocer mérito a sus oponentes. La disrupción provocada por los bramidos mileístas ha servido para correr el telón de nuestra historia reciente, echando luz sobre las causas del desastre colectivo que, justamente, motivó el inesperado triunfo del libertario en las últimas elecciones.
Si la política es un arte, nuestros “políticos de raza” expertos en tejer acuerdos, urdir tramas y en las picardías del toma y daca, no han sido grandes artistas. En lugar de actuar como estadistas, logrando consensos para fijar destinos y enderezar rumbos, se fueron amoldando a los extravíos de un barco que terminó naufragando. No solo ellos descuidaron el timón, sino también los empresarios, profesionales, comerciantes, sindicalistas y actores sociales diversos que se fueron alimentando del sistema perverso que llevó a la crisis actual. Una crisis tan profunda donde nadie, salvo la izquierda y el kirchnerismo, se atreve a “patear el tablero” por temor al precipicio de quedar a la deriva con hiperinflación.
Durante décadas la renta agropecuaria permitió financiar distorsiones públicas y privadas, alterando el sistema de incentivos propicio para que un país funcione en forma virtuosa
Durante décadas la renta agropecuaria permitió financiar distorsiones públicas y privadas, alterando el sistema de incentivos propicio para que un país funcione en forma virtuosa. Alegando usos y costumbres, corruptelas excusables o pecadillos veniales, unos y otros hicieron que el Estado se fuera deformando para provecho de pocos y perjuicio del conjunto. Los privados también se acomodaron, protegidos de los mercados mundiales, limitándose al pequeño objetivo de “vivir con lo nuestro” sin prever que el modelo, en algún momento, se agotaría. Unos y otros blindaron sus ventajas a través de asociaciones, colegios, consejos, sindicatos, federaciones y confederaciones que bloquearon cambios modernizadores en connivencia con políticos de intereses alineados.
Cualquiera sea el resultado del experimento en curso –que deseamos sea exitoso– ya ha dejado un fruto provechoso que ningún diagnóstico futuro sobre la decadencia argentina podrá ignorar. En solo 100 días de gobierno, se han expuesto 80 años de oscuras componendas causantes de una estructura improductiva, multiplicadora de pobreza y de desigualdades extremas.
Javier Milei, con buen marketing y pocas precisiones, las englobó con el nombre de “casta” aunque, ahora, al momento de gobernar, advierte que se trata de un problema mucho más complejo del que preveía. Toda la sociedad argentina está ligada a esa maquinaria por la propia gravitación de los estímulos, premios y castigos vigentes durante tanto tiempo. Cada pyme, cada familia, cada vecino, ha buscado la forma de insertarse en la Argentina existente, como la encontró ya hecha por otros, sin más intención que subsistir y cuidar de sus hijos. Como resultado, detrás de cada engranaje atribuido a “la casta” existen miles de empleos que involucran a personas comunes, ignorantes de las distorsiones que sustentan sus quehaceres cotidianos.
No hay organismo donde no se encuentren formas de apropiación de lo público en nombre del interés común. El inventario crece a medida que se abren puertas y se revisan cajones
Los gobernadores son ejemplo de ello, al identificar sus provincias con el interés de actividades agroindustriales en rubros como el azúcar, el tabaco o la yerba mate, en muchos casos protegidas de la competencia desde tiempo inmemorial para no afectar empleos multitudinarios. Son años de capas geológicas laborales, de migraciones internas, barriadas improvisadas y afincamientos próximos a las fuentes de trabajo que deben ser atendidos. Hay casos extremos, como los miles de familias del interior profundo que se trasladaron a Tierra del Fuego en busca de nuevos horizontes, sin prever que el futuro de sus hijos dependería de un régimen irracional creado en 1972 por los militares y que ya no tiene razón de ser.
No hay organismo donde no se encuentren formas de apropiación de lo público en nombre del interés común. El inventario crece a medida que se abren puertas y se revisan cajones. Ministerios sectoriales, reparticiones redundantes, misiones inútiles a foros irrelevantes, viáticos mal habidos, asesores ignorantes, directorios estatales (rentados), fideicomisos bastardos, guaridas del Parlasur y embajadas paralelas.
En la órbita sindical nos hemos acostumbrado a la personería única, a los aportes sindicales no consentidos, al desvío de fondos de las obras sociales, a la prepotencia camionera y a la militancia partidaria de las organizaciones gremiales. Como reacción adaptativa, nadie quiere dar empleo formal para evitar litigios absurdos que buscan costosas transacciones con profesionales inescrupulosos.
Como un enfermo que ha perdido masa muscular después de tanto tiempo internado, ahora se debe comenzar una etapa de rehabilitación para lograr una Argentina normal
Donde haya cajas descentralizadas, habrá contrataciones con sobreprecios pactados, triangulaciones notorias y sociedades de testaferros. En la gestión de subsidios, no serán de extrañar las falsas cooperativas y las fundaciones espurias. Todo ello facilitado por organismos de control que no controlan, auditorías miopes, inspecciones tuertas, dictámenes sesgados y resoluciones arbitrarias fundadas en considerandos risibles.
Durante décadas se han otorgado concesiones sin competencia, promociones fabriles en connivencia con “asesores” provinciales y fomentos diversos con subsidios explícitos, implícitos o ilícitos. Se han naturalizado los permisos de juego asociados a patrocinios de cortesía y las excepciones urbanísticas vinculadas a aportes de campaña. La gente disfruta de los bingos y tragamonedas o de los nuevos desarrollos sin decir esta boca es mía. Durante décadas, los bancos oficiales han perdido su capital otorgando créditos blandos, luego licuados por la inflación y hasta deshonrados e impagos, sin que a ningún director se le moviese un pelo.
Hemos consentido los estatutos docentes, con sus licencias abusivas y costosas suplencias, que privilegian la antigüedad sobre el mérito como si la educación mejorase por ello. ¿Quién no ha tenido una maestra en la familia sin cuestionar sus prolongadas ausencias del aula? Ni que hablar de tantos empleados públicos ñoquis. En el ámbito tribunalicio, parecen normales los fueros cooptados por la industria del juicio, los especialistas en amparos, los peritos arreglados y los honorarios abusivos por aranceles de orden público. Y ¿qué decir de la endogámica “familia judicial” con sus intercambios de nombramientos y privilegios jubilatorios? ¿Quién no ha conocido algún empleado de tribunales, pariente de algún juez o secretario, como si ello pudiese suplir un protocolo de ingreso regular?
Si se logra inspirar confianza y se reduce el “costo nacional”, ingresarán capitales y crecerá el sector privado
En definitiva, los ochenta años de componendas han dejado a la vista una sociedad exhausta y empobrecida que debe afrontar el desafío de una trasformación profunda para atraer inversiones, incorporar millones al trabajo formal, fortalecer la capacidad adquisitiva de la moneda y equilibrar el sistema jubilatorio. Eso no es un invento de Javier Milei, sino una realidad ineludible, expuesta en solo 100 días de gestión.
Como un enfermo que ha perdido masa muscular después de tanto tiempo internado, ahora se debe comenzar una etapa de rehabilitación para lograr una Argentina normal. Si se logra inspirar confianza y se reduce el “costo nacional”, ingresarán capitales y el sector privado podrá lograrlo en un par de años. Serán los trabajadores sin formación suficiente, abandonados por un populismo que se olvidó de ellos para favorecer a pocos, quienes deberán enfrentar cambios radicales para ganarse la vida, en un mundo impiadoso que no tiene paciencia con la Argentina, una nación incomprensible, de riquezas inmerecidas y fracasos inexplicables.