Capitalismo de amigos
Como si le pertenecieran, el kirchnerismo ha entregado empresas y servicios estatales a sus empresarios amigos
La dificultad que exhibe la cultura política predominante para distinguir la esfera pública de la privada en el orden de los negocios es una de las limitaciones más importantes que encuentra el desarrollo de una economía abierta y competitiva en la Argentina.
En las últimas semanas, el Gobierno ha ofrecido nuevos y más graves ejemplos de esta carencia. La maquinaria regulatoria y administrativa del Estado está funcionando para que algunos amigos del poder puedan desembarcar en empresas como Telecom, Metrogas o Edesur.
En todos los casos se repite un mismo curso de acción con la misma matriz mafiosa. Los funcionarios acorralan de manera arbitraria a accionistas de una determinada empresa, en especial si son extranjeros, para que, al cabo de un tiempo, no encuentren otra salida que desprenderse de su propiedad. Esa forma de operar con graves desvíos de poder deteriora el valor de los activos, allanando todavía más el camino de acceso a los nuevos dueños. El dispositivo por el cual se fuerza la venta puede variar, según la compañía. En el caso de Telecom, por ejemplo, se utilizaron resoluciones de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia y de la Secretaría de Comunicaciones, que fueron luego invalidadas por la Justicia. Mientras tanto, de manera informal, desde lo más alto del poder se les fueron "recomendando" a los italianos distintos compradores a los cuales transferir sus acciones.
Para Metrogas se eligió el método de asfixiar a la compañía con un congelamiento en sus ingresos que se prolongó ya más de una década. Durante ese período se pesificaron las tarifas, aumentaron los costos y se aceleró la inflación. Ese cuadro de dificultades impidió a Metrogas hacer frente a sus deudas, lo que le sirvió de excusa al Gobierno para introducirse en ella a través de una vidriosa intervención. Ahora, los funcionarios apadrinan a un par de empresarios amigos para que se queden, a bajo precio, con las acciones de British Gas, una de las dueñas de la empresa. Entre esos candidatos figuraría Electroingeniería, la compañía de Gerardo Luis Ferreyra -ligado desde antaño al secretario legal y técnico, Carlos Zannini-, que ya controla el 50 por ciento de Transener gracias a la presión que, en su momento, ejerció el Poder Ejecutivo sobre Petrobras, la antigua socia de esa transportista de electricidad para que se desprenda de este activo.
Petrobras acaba también de ser forzada a desprenderse de una refinería y una cadena de estaciones de servicios. El factor determinante fueron aquí los precios regulados por el Gobierno. El pase de manos fue a favor de otro mimado del poder, el zar local del juego Cristóbal López, titular de una de las fortunas de crecimiento más vertiginoso en estos años.
En el sector energético es un secreto a voces que encumbrados funcionarios del Ministerio de Planificación están ejerciendo su influencia para que López se quede también con las acciones de Petrobras en la distribuidora de electricidad Edesur, a pesar de que la venta de ese activo se venía negociando desde hace mucho más de un año con otros grupos económicos.
Telecom, Metrogas y Edesur son sólo tres ejemplos de una misma forma de ejercer el poder público para enriquecer a privados. Ese modus operandi se trasladó también a las relaciones con Venezuela, como se está advirtiendo, no sin escándalo, en estos días. Coinciden los métodos y también se repiten los nombres. Electroingeniería es una de las empresas al servicio de las cuales operó y opera la diplomacia paralela bolivariana.
Esta subordinación del sector público al privado está favorecida en la Argentina por una aberración institucional y por un extravío ideológico. La aberración institucional, que esta página editorial no se cansará de denunciar, es la confusión entre Estado y gobierno, gobierno y partido, partido y caudillo. Dicha identificación malsana, que recorre la historia argentina desde antiguo, supone que los ciudadanos que llegan, por elección o por delegación, a ocupar la función pública, pueden apropiarse de la ley y regular la vida de los otros según su capricho. Privatizada la norma, se extienden luego los beneficios de esa privatización a sus amigos o benefactores. Esta deformación, que es la matriz de la corrupción, se soporta en un desvarío conceptual que consiste en entender la propiedad privada como una asignación graciosa del poder público.
Esta visión anida en el subsuelo cultural de buena parte de la sociedad argentina y, sobre todo, de parte de su dirigencia. Para ella la riqueza es un beneficio que concede el caudillo. Los empresarios son, por lo tanto, concesionarios en el sentido más pleno de la palabra.
Es habitual que estas desviaciones y prejuicios se escuden en algunos lugares comunes que son aceptados, en general, sin discusión. Uno de ellos es que resulta más conveniente que los negocios sean desarrollados por empresas nacionales. Es un criterio muy discutible. Sobre todo porque renuncia de antemano a la capacidad, autoridad y autonomía del Estado para establecer y hacer valer reglas generales, es decir, válidas para autóctonos o foráneos.
Pero ese punto de vista se vuelve más controvertido cuando la sociedad en la que se lo promueve carece de especialistas en la producción de bienes o en la prestación de servicios que se está asignando con el criterio de la nacionalidad. Es lo que se ha verificado en estos tiempos de Kirchner. La supuesta ventaja del empresariado nacional sirvió como pretexto para otorgar responsabilidades delicadas, sobre todo en los servicios públicos, a un empresariado que no ofrecía antecedentes de idoneidad. Esa anomalía suele envolverse, para esconder su mala índole, en la engañosa bandera de la "argentinización".
La urgencia por contar, como sea, con una "burguesía nacional" no sólo presenta deficiencias lógicas. En estos años, tampoco ha funcionado en la práctica. Tal vez el caso más notorio sea el de la transferencia de una parte de YPF a Petersen Energía, una sociedad de propietarios argentinos, la familia Eskenazi, dueña también del Banco de Santa Cruz y otros bancos provinciales.
La razón última por la que se había alentado la venta de esos activos a un grupo local fue que, de ese modo, se incrementaría la inversión petrolera. Pero sucedió todo lo contrario. YPF viene invirtiendo, si se comparan rentabilidades y precios de productos, mucho menos que en los años 90. Además, los socios se reparten en dividendos la mayor parte de las utilidades, sobre todo para que el grupo argentino pueda pagar con esos dividendos las acciones que compró. La antítesis del riesgo empresarial.
La superposición del supuesto interés nacional con el interés de un grupo de empresarios allegados al Gobierno tiene efectos nefastos para la construcción de una economía libre y pujante, porque amenaza seriamente la propiedad privada y deprime el clima de negocios e inversión.
El empresariado prebendario que se desarrolla bajo el imperio de estas prácticas adquiere vicios difíciles de desarraigar. En vez de estar atentos a las demandas de sus clientes y usuarios, los responsables de las compañías se vuelven más perceptivos a las expectativas y necesidades de los funcionarios, ya que son ellos, y no el mercado, quienes les asignan su porción de riqueza. El mérito es sustituido por los contactos y el emprendedor se transforma en lobbista.
Este régimen de prácticas les ha impuesto a muchos inversores internacionales la necesidad de contar con un socio local para moverse entre nosotros con menos dificultades. Se trata de uno de los signos más elocuentes del repliegue de nuestro país hacia el aislamiento. Indica que la Argentina ha renunciado a manejar su vida pública con arreglo a las pautas que rigen la economía civilizada. Supone que se trata de una sociedad en la que, para realizar operaciones convencionales, hace falta un traductor de códigos cifrados.
Este capitalismo de amigos, que oculta mal su fondo extorsivo, obliga a la ciudadanía a hacer frente a precios altísimos. En principio, porque el riesgo político que supone estar a merced del capricho de los funcionarios aumenta mucho el costo del capital y, por lo tanto, encarece las prestaciones que, de un modo u otro, paga siempre el público usuario o consumidor.
Pero hay un daño menos tangible. Las prebendas del empresariado, su contubernio con el poder político, refuerzan un viejo prejuicio nacional: la presunción de que, detrás de la creación de riqueza por parte del empresario hay algo espurio, hay un pecado. Tal vez sea ésa la mayor barrera que debe sortear la Argentina para, de una vez por todas, superar el ignominioso escándalo de la marginación y la pobreza de muchos de sus habitantes.