Camino a un desastre cultural
El destino que se les dará a los restos de los llamados niños del Llullaillaco plantea la necesidad de preservar el rastro de su memoria
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La torpeza y la ignorancia como matriz de los actos de gobierno conducen a malos resultados para la sociedad, al igual que las decisiones públicas presentadas como inocuas que esconden intenciones innobles o fines de lucro alejadas del bien común.
Las recientes idas y vueltas acerca de la declaración del volcán Lanín como “sitio sagrado” de los mapuches por parte de la Administración de Parques Nacionales fueron, aparentemente, bien zanjadas. Pero no ocurre lo mismo con una similar y reciente declaración dictada por el controvertido y activo Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), referida al volcán Llullaillaco en la Provincia de Salta.
En 1999, a más de seis mil metros de altura, una expedición internacional, encontró allí los restos momificados de tres niños de seis, siete y quince años, con sus respectivos ajuares mortuorios. Entre 1480 y 1532 fueron sometidos a los ritos religiosos vigentes que los llevaron a la muerte por congelamiento. “Los niños del Llullaillaco” fueron sujeto de múltiples investigaciones y análisis por científicos argentinos y extranjeros que ampliaron notablemente nuestros conocimientos sobre antiguos habitantes de nuestro territorio.
Un museo ubicado en la ciudad de Salta, especialmente diseñado al efecto, con técnicas de crioconservación consideradas de las más avanzadas del mundo, respetando protocolos internacionales sobre conservación de restos humanos bajo estrictas condiciones de temperatura, luz y asepsia, preserva, estudia y presenta para turistas y científicos locales y extranjeros el “tesoro del Llullaillaco”, una fuente inestimable de información.
Devolver o “restituir” los niños del Llullaillaco a la aridez y el frío de la montaña será exponerlos al abandono y a la acción de los expoliadores
En junio de 2001, por ley del Congreso, los cadáveres de los tres niños fueron declarados “bienes históricos nacionales” y la cima del volcán, “lugar histórico”; esto es, patrimonio propio de y para todos los argentinos y no de un sector o grupo determinado. Las momias de los tres niños, tal como ha ocurrido en el resto del mundo en situaciones similares, suscitaron encendidas polémicas acerca del destino y el respeto que merecen en su carácter de restos humanos.
Ahora, apenas el volcán Llullaillaco fuera designado “sitio sagrado” por el INAI nuevas voces exigen que los tres niños sean devueltos a la montaña. En 2012, en un caso similar, los restos de más de cincuenta indígenas tehuelches que se encontraban en el Museo Gobernador Tello, en Viedma, fueron trasladados e inhumados en un sitio en las afueras de esa ciudad, declarado luego “sitio sagrado” por el INAI.
En el arcano y relatado lenguaje oficial, la declaración de un lugar como sitio sagrado abre una discusión filosófica en tanto implica “delimitar y proteger el espacio territorial común que constituye el sustrato clave de la construcción identitaria” para las relaciones sociales de comunidades indígenas que habitan la zona en cuestión y hacen uso de su territorio.
La gravedad de la cuestión que se plantea con el falso argumento de una supuesta profanación puede arrasar con los restos de los antecesores de buena parte de la población de las provincias del Norte y dar por tierra con importantes investigaciones antropológicas y arqueológicas que se llevan a cabo acerca del pasado común de todos los argentinos.
El patrimonio cultural y espiritual de la humanidad se nos revela a través de muchos elementos, tangibles e intangibles; entre ellos, los restos de ancestros comunes. El interés científico y cultural que despiertan debe compatibilizarse con el respeto que merecen. El asunto se torna más complejo cuando se esgrime una posible pertenencia exclusiva –y hasta excluyente– de esos restos a grupos o sectores sociales o étnicos determinados.
La Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, aprobada en septiembre de 2007, y la Declaración de la Unesco sobre diversidad cultural de noviembre de 2001 se refiere a los derechos de los pueblos autóctonos o minoritarios, muchos víctimas de discriminación, objeto de procesos colonizadores y traslados forzosos que atentaron contra la protección, el respeto y la preservación de sus respectivas tradiciones y costumbres como parte del patrimonio común de la humanidad.
Esas declaraciones, cuyo propósito e intención explícita son la preservación de aquellos valores culturales y no su desaparición por incuria o abandono como consecuencia de su comercio ilegal, son precisamente las que esgrimen en la Argentina quienes dicen asumir la defensa de esos grupos para exigir innecesarias “repatriaciones” o “devoluciones a sitios sagrados”. En su ignorancia o mala fe, algunos desconocen que ello llevará indefectiblemente a desaparecer los restos humanos de sus antecesores y, con ello, la memoria de su existencia. Otros sabrán que ese es el camino que, hipócritamente, se debe hacer recorrer a la burocracia local para entregar esos restos al comercio.
A nadie escapa que, a partir del hallazgo de los niños del Llullaillaco sabemos mucho más acerca de quienes vivieron y murieron en el noroeste argentino en tiempos inmemoriales de lo que se supo durante generaciones enteras. Perder nuevamente esos conocimientos y aniquilar ese interés solo por devolver los restos de los niños a los lugares donde fueron sacrificados, lugares que ni ellos ni seguramente tampoco sus familias eligieron para su muerte, suena extravagante, rudimentario e innecesario.
Hay maneras “civilizadas” (y aquí ese adjetivo se despliega en toda su valencia semántica) mediante las cuales la cultura y la ciencia se permiten acceder a la investigación, preservación y conservación de restos humanos. Los más importantes museos del mundo se rigen por protocolos minuciosos que exigen e imponen el respeto más estricto a los restos o cadáveres de integrantes de nuestra raza humana.
Si es válido acusar a ciertos países de conductas coloniales depredadoras, que se ensañaron en la exhibición de congéneres entonces exóticos en un alarde de etnocentrismo europeo –según valores que entonces eran los predominantes en el mundo, tan criticables como los que llevaron a la muerte a los niños del Llullaillaco– también debe ser válido tomar como ejemplo las conductas que han adoptado en el presente, precisamente para dejar de lado aquellos vicios o defectos. Hay reglas y protocolos que demuestran que el respeto más absoluto, la dedicación más atenta y los cuidados más minuciosos son posibles sin que haya necesariamente que rendir culto a una falsa necesidad de repatriación que, en el fondo, no implica otra cosa que el abandono y, en ocasiones, la vandalización, el despojo y la profanación.
Así el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta advierte desde el ingreso que las tres momias que allí se exhiben son restos de nuestros congéneres y merecen extremo respeto.
En dos casos, uno reciente referido al Pabellón del Centenario y otro sobre la Casa de Mansilla, la Corte Suprema ha resaltado el mandato constitucional que recae sobre los poderes Ejecutivo y Legislativo de resguardar, proteger y conservar nuestro patrimonio, al amparo de la Constitución y de numerosas leyes.
“Devolver” o “restituir” los niños del Llullaillaco a la aridez y el frío de la montaña será exponerlos al abandono y a la acción de los expoliadores cuando, pasados quinientos años de su sacrificio y veinte generaciones de posibles descendientes, no existe nadie con suficientes credenciales genéticas o jurídicas para justificar esa devolución o aquella restitución. Se perderá así para siempre el rastro de su memoria y una fuente inagotable de información sobre el pasado común de todos los argentinos.