Balance de la gestión de Duhalde
Cuando falta algo más de un día para que el doctor Néstor Kirchner asuma la presidencia de la República, ha llegado la hora de hacer un primer balance de la gestión presidencial del doctor Eduardo Duhalde, iniciada en enero de 2002, en momentos en que la Argentina atravesaba una severa crisis político-institucional.
El país vivía horas de desasosiego e incertidumbre. El Poder Ejecutivo de la Nación había quedado acéfalo, pues habían renunciado el presidente Fernando de la Rúa y, con anterioridad, el vicepresidente Carlos Alvarez. Con el breve interinato presidencial de Adolfo Rodríguez Saá, la situación se había agravado ostensiblemente, pues se había declarado de manera oficial el default ante el Congreso -en medio de incomprensibles manifestaciones de júbilo- y en el horizonte político, social y económico de la Nación sólo se divisaban espesos nubarrones.
La gestión que ha cumplido Duhalde puede ser analizada en dos niveles. Si se la evalúa en función de los datos puramente externos o inmediatos de la realidad, es necesario admitir que en el ejercicio de la presidencia logró algunos aciertos: evitó que la protesta social se descontrolara, ejecutó una política mínima de asistencialismo social, logró -con su ministro Lavagna- recomponer levemente la imagen del país ante los foros económicos internacionales, alcanzó a producir en algunos sectores una tímida reactivación de las fuerzas productivas, frenó la violenta escalada inflacionaria que algunos pronosticaban. No se repitieron las incontenibles protestas callejeras de diciembre de 2001 y hasta fue posible realizar un proceso electoral razonablemente correcto, que culminará mañana con el traspaso del poder a un nuevo presidente constitucional.
Ahora bien, si se analiza la gestión del doctor Duhalde desde el punto de vista de la problemática estructural y de fondo que arrastra la Argentina, es indudable que su gobierno no produjo mejoras o avances significativos. Lo que hizo, en rigor, fue postergar la solución de los grandes problemas nacionales, "congelarlos" en el tiempo y dejarlos para que los resuelva el futuro gobierno. La Argentina que deja Duhalde no es demasiado diferente de la que precedió a su gestión si se la mide en función de los grandes problemas permanentes y endémicos que la agobian: el peso de una deuda externa abrumadora, la notoria insuficiencia de su capacidad productiva, la debilidad del sistema financiero, las muchas reformas estructurales que el país se sigue debiendo a sí mismo, el desordenado manejo de los recursos fiscales, especialmente en algunas provincias. A esos males hay que agregar el desolador escenario que el país exhibe en materia de seguridad: el gobierno que concluye se reveló impotente para contener el avance de una criminalidad cada vez más perversa, que se tradujo en patéticas sucesiones de secuestros, asaltos y toda clase de acciones vandálicas. También debe mencionarse como un dato negativo el apabullante aumento de los niveles de pobreza.
En la lista de lo que la administración de Duhalde no pudo o no quiso hacer figura la reforma política que la ciudadanía le reclamó con insistencia. Su gobierno finaliza sin que se hayan dado pasos hacia el fortalecimiento del sistema institucional, hacia la creación de mecanismos de representación parlamentaria más transparentes y legítimos que los actuales, hacia la eliminación de las listas sábana y hacia la neutralización de la influencia de los vetustos aparatos partidarios (un fenómeno que tiene en el propio Duhalde a uno de sus notorios exponentes). Queda, pues, como asignatura pendiente la transformación de la política, el prometido avance hacia la modernización y el saneamiento de la vida pública nacional.
Desde luego, corresponde reconocer que por su extremada brevedad -menos de un año y medio- y por su limitada legitimidad de origen, el gobierno del presidente Duhalde difícilmente hubiera podido cumplir una tarea integral de reparación como la que el país está necesitando. Se limitó a ser un gobierno de emergencia. No pretendió cambiar la historia ni encarar reformas de gran magnitud. Dentro de esa limitación básica, generó las condiciones mínimas para que la sociedad argentina empiece -ahora sí- a encarar los cambios sustanciales que los nuevos tiempos históricos le están demandando. En todo caso, su gobierno deja abierta una oportunidad: esperemos que el país sepa aprovecharla.