ARA San Juan: inexplicables omisiones
El proceso disciplinario militar no debería apresurarse a hallar culpables del naufragio del submarino antes de que se esclarezcan sus causas
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Las investigaciones en curso para determinar las causas del naufragio del ARA San Juan, con la pérdida de sus 44 tripulantes, parecerían seguir el mismo rumbo observado en otros campos del quehacer nacional, en los cuales el país se halla movido por un impulso destructor de sus propias instituciones. Mientras tanto, se niega el cumplimiento de las normas constitucionales y de buen gobierno que aseguran la convivencia en paz de sus habitantes y se suplanta la verdad por un relato interesado en satisfacer fines que nada tienen que ver con ella, poniendo en peligro, en este caso, toda la doctrina de mando de la Armada Nacional, actuante en nuestro país desde 1810, y que combatió por primera vez como fuerza orgánica en 1811, en aguas de San Nicolás de los Arroyos.
A más de tres años del siniestro del ARA San Juan, el Juzgado Federal de Caleta Olivia todavía no ha realizado la pericia técnica a cargo de expertos ordenada por su superior –la Cámara Federal de Comodoro Rivadavia–, indispensable para dilucidar las causas del siniestro. El curso del proceso disciplinario militar presenta irregularidades aún más incomprensibles: la suspensión casi inmediata de dos altos oficiales de la Armada, ocurrida cuando aún no se había hallado la nave, y sin ningún elemento que permitiera suponer alguna falta o negligencia provocadora del naufragio, evidenció una actitud más interesada en hallar presuntos culpables que en saber la verdad de lo ocurrido. La resolución que así lo dispuso terminó declarándose nula por las carencias probatorias y arbitrariedad que presentaba, y dio lugar a una causa penal que se encuentra en pleno trámite. Lo actuado por la Armada en el proceso disciplinario fue denostado por diputados tanto oficialistas como opositores y calificado como “mamarracho” por parte de la exdiputada y exministra de Defensa Nilda Garré. Sin que se hubieran subsanado sus defectos, los altos oficiales irregularmente suspendidos y otros seis oficiales experimentados que se encontraban en tierra al momento del naufragio son ahora vueltos a juzgar por un Consejo de Guerra cuyos miembros son el secretario de Estrategia y Asuntos Militares del Ministerio de Defensa, de profesión agrimensor; el jefe del Estado Mayor General Conjunto, a la sazón, general de división del Ejército, del arma de Infantería, y un brigadier de la Fuerza Aérea. No existe en todo este juzgamiento castrense un solo marino y –lo que es más desconcertante aún– ningún submarinista entendido en una nave y arma compleja que requiere una alta especialización y profundos conocimientos técnicos diferentes a los de los buques de superficie. Desde el más elemental sentido común surge la pregunta de cómo no fue integrado el Consejo con un almirante submarinista entre los experimentados y prestigiosos, con experiencia de guerra, además, que tiene nuestra Armada. A bordo de un buque en alta mar, quien toma las decisiones es su comandante. Allí –los marinos lo saben– la dimensión del comandante adquiere características de sabiduría y se le conceden poderes y responsabilidades soberanas, consagradas en las legislaciones del derecho marítimo en todo el mundo desde los tiempos más remotos.
En la historia naval reciente hemos conocido casos muy parecidos al de nuestro submarino, como el submarino Scorpion, de la US Navy; el Minerve, de la Marina de Francia; el K129, de la Armada rusa, y el Dakar, de la Armada de Israel. Todos ellos, al igual que el ARA San Juan, sufrieron la implosión del casco por inmersión descontrolada. Las conclusiones de las investigaciones son seguidas con interés por todas las Armadas del mundo, ya que resultan fundamentales para prevenir y capacitar a las tripulaciones sobre peligros o contingencias inesperadas en futuras navegaciones, así como para detectar la existencia o no de defectos en el diseño de la nave por parte de los fabricantes.
El caso es seguido con interés por Armadas de todo el mundo, ya que resulta fundamental para prevenir y capacitar a las tripulaciones sobre peligros o contingencias en futuras navegaciones
Pues aquí, en vez de peritar seriamente con los mejores especialistas para saber lo ocurrido, sumariamos a jefes navales que estaban en tierra, sin poder explicar cuál fue el comportamiento de estos que pudo haber ocasionado el naufragio o evitado ese trágico desenlace. Se considera que el capitán Pedro Fernández, reconocido por su capacidad y conocimientos, ascendido post mortem, no incurrió en ninguna falta reglamentaria, ni en la calificación del estado del submarino antes de su zarpada, ni en el desenvolvimiento de los últimos episodios previos al siniestro según las comunicaciones registradas con sus mandos. El comandante nunca declaró en emergencia la nave siendo que sus últimos mensajes fueron tranquilizadores, navegando de regreso a puerto. Si, en opinión de todos los expertos, no hubo defectos capaces de prever el naufragio antes de su zarpada, surge naturalmente la pregunta de cuál ha sido la falta disciplinaria capaz de provocarlo. La necesidad de producir culpables en lugar de investigar la verdad es un acto demagógico que interpela a los máximos responsables de nuestras Fuerzas Armadas tanto como al poder político. El auditor general y el instructor del sumario tampoco son marinos; se trata de militares pertenecientes a otras fuerzas y, pese a que han transcurrido ya más de tres años del naufragio, se han negado, aun ante la insistencia de los acusados, a la realización de un peritaje técnico a cargo de especialistas que puedan decirnos qué es lo pudo haber ocasionado el siniestro.
En el proceso militar, además, el informe producido por el asesor submarinista que fuera designado por la instrucción no fue presentado en el proceso pese a los reclamos de las defensas, por lo que este ocultamiento se yergue como una nueva sospechosa irregularidad que se agrega a las surgidas desde el inicio de la investigación. La pertinacia en la negativa a descubrir la verdad, así como a cumplir las reglas del debido proceso y el derecho de defensa, tiñe de arbitrariedad todo el procedimiento y sume en un bochorno local e internacional a las instituciones intervinientes.
Responsabilizar a los comandos en tierra de un siniestro marítimo cuyas causas son desconocidas, además de violar elementales normas constitucionales y de sentido común, podría significar el trastorno de toda la doctrina del mando de la Armada, trasladando responsabilidades de los comandantes de buques que resultan indelegables según los propios Reglamentos Navales, lo cual comprometería seriamente la operación de la fuerza en el futuro.
La República, que mucho les debe a las Fuerzas Armadas, tiene normas que respetar que en este caso se vienen vulnerando sin que nadie todavía haya corregido su rumbo. Las autoridades políticas actuales no estaban en ejercicio cuando ocurrió el siniestro, por lo que, superando los pensamientos a los cuales los podrían inducir posiciones partidarias e ideológicas, deberían rectificar los errores y anormalidades en los que se incurrió. Por su parte, las autoridades navales actuales, que seguramente no ocupaban puestos relacionados con el ARA San Juan, deberían elevar la opinión profesional de la fuerza para que sea tenida en cuenta en la investigación; todo ello sabiendo que no hay medida que pueda devolver a la vida a los 44 héroes, miembros de la tripulación, y que lo mejor que podemos hacer por ellos y sus familias es obtener las mejores conclusiones técnicas y operativas sobre las causas del accidente, disminuyendo el nivel de riesgo propio de las actividades militares. Primero es imprescindible saber la verdad y, después, determinar si hay culpables; es decir, el camino inverso al que han seguido hasta ahora las investigaciones en curso. La memoria de los fallecidos y sus familiares merecen, sin duda, las respuestas que aún no llegan.