Ante el abismo, propuestas
De cara a las próximas elecciones, es menester que los candidatos dejen de subestimar la inteligencia de los votantes y abandonen la dialéctica populista
En tiempos de campaña electoral, los líderes políticos acaparan demasiado la atención de la sociedad argentina con una agenda que solo se refiere a personas, candidaturas, rupturas y alianzas. Se parecen a los directivos de una empresa en bancarrota que solo conversan sobre quién conservará su puesto y quién será despedido. El entendible afán por captar votos los hace exagerar la vaguedad de lo que presentan como propuestas, que rara vez son tales, frente a una elección que no es cualquiera.
Los índices de inflación y de pobreza –este último, en buena medida hijo del primero–, por dramáticamente que impacten en el ánimo y en la vida de las personas, son solo evidencia de un modelo fallido que, como tal, reclama su reemplazo.
La destrucción de los valores que caracterizaban a esa República Argentina que recibía a tantos inmigrantes ilusionados con una vida mejor ha sido tan sistemática que es difícil atribuirla a la mera torpeza. La terrible combinación de populismo con corrupción y torpeza hace difícil entrever a esa comunidad laboriosa cuyo norte eran la educación, el trabajo y el mérito.
Es inconcebible la cronificación de los llamados planes sociales repartidos a cambio de nada por punteros políticos. Los gobernantes muestran con orgullo el número de beneficiarios, muchos de los cuales pertenecen a la segunda generación de personas que no trabajan. Sin advertir que el Estado no puede repartir nada que antes no haya quitado de la riqueza que él no produce, el empleo público desorbitado y la concesión graciosa de jubilaciones a quien no ha contribuido durante su vida activa (licuando así lo que reciben los que sí lo han hecho) son ejemplos de lo mismo.
Ningún médico ayuda a su paciente mintiéndole sobre la gravedad de su dolencia ni sobre lo que deberá padecer para recuperarse
Es obsceno el espectáculo de la elección arbitraria de los derechos a los que correspondería prestar atención, y a los que no. Mientras algunos son ignorados, otros son enarbolados de manera irreflexiva y sin la más mínima atención sobre quiénes asumirán las obligaciones que corresponden a cada derecho. Puede resultar pertinente –y la Constitución lo manda– atender la situación de los llamados “pueblos originarios” (un concepto en sí mismo indefinible, dado que en la historia siempre algún pueblo desalojó a otro por la fuerza), pero no a costa de pisotear la propiedad privada adquirida legalmente.
La idea de mérito, de que nunca las decisiones son gratuitas, está peligrosamente ausente en aras de un igualitarismo que desalienta el progreso. Aprobar a alumnos que no logran comprender un texto de relativamente baja complejidad, subsidiar empresas ineficientes, ignorar que los servicios tienen un costo y que dependen de la inversión, desproteger a las víctimas liberando irresponsablemente personas condenadas, todo parece parte de un cuidadoso mecanismo de demolición de los valores sobre los cuales fue construida la Argentina que fue atractiva, pero que ahora ve partir a sus jóvenes más preparados.
La propaganda oficial y el adoctrinamiento escolar aturden, pero una buena parte de la sociedad no ha podido ser anestesiada. Sigue estudiando y trabajando y aspira, como sus abuelos o bisabuelos, a que la dejen hacerlo en paz.
Ningún médico ayuda a su paciente mintiéndole sobre la gravedad de su dolencia ni sobre lo que deberá padecer para recuperarse. Los contendientes de este año electoral tienen la oportunidad de distinguirse y de romper con el ilusionismo, aunque deban dar noticias muy malas. No alcanza ya con balbucear fines loables. Esta vez deben decir claramente lo que harán sin subestimar la inteligencia de sus votantes. No hay margen ya para vaguedades.
LA NACION