Aerolíneas Argentinas: hacia un costoso monopolio
Puede ser que a muchos argentinos les guste que haya una línea aérea estatal "de bandera". Lo toman como un rasgo de soberanía o incluso como un instrumento necesario para el desarrollo de una política aerocomercial que también permite regular tarifas. No hay fundamento real en estas creencias. Un gobierno puede cumplir con esas funciones sin necesidad de poseer una línea estatal propia. Aún más: asistimos a los nefastos efectos de un gobierno que opera dentro del mercado aéreo convertido en juez y parte, generando abusos y mayores riesgos a los inversores privados. Estados Unidos, el país más desarrollado en el transporte aéreo, nunca tuvo una línea de bandera. Otros gobiernos que sí la tuvieron, la privatizaron o la liquidaron entre los años 70 y los 90. Hoy no tienen líneas aéreas estatales de bandera países importantes como Australia, Bélgica, Austria, Canadá, Chile, Alemania, Japón, México, Corea del Sur, Suiza, China y Gran Bretaña. Con una participación estatal minoritaria figuran Air France (Francia, 18%), El Al (Israel, 1,1%), Alitalia (Italia, 19,5%), KLM (Países Bajos, 14%) e Iberia (España, 5%). Nadie podrá argumentar que alguna de estas naciones vio debilitada su soberanía por carecer de aerolínea estatal o no controlarla.
La política aerocomercial del gobierno de Mauricio Macri fue la de promover cielos abiertos y competencia. En esos cuatro años de apertura, como era dable esperar, Aerolíneas Argentinas redujo su participación a menos del 65% en cabotaje y por debajo del 20% en internacional. Las líneas de bajo costo (low cost) incorporaron una saludable disminución de las tarifas que beneficia a más pasajeros, con mayor conectividad, frecuencias y mejores precios.
La política del gobierno de Fernández–Fernández, cargada de ideología pero poco rentable, es claramente la del monopolio estatal en el cabotaje aéreo. El retiro de Latam fue consecuencia de hechos que se sumaron y que determinaron su presentación a concurso en los Estados Unidos, pero con exclusión de las filiales de la Argentina y Brasil. El cese de sus operaciones en nuestro país fue previo. La compañía vivió años de irracional sometimiento a presiones políticas y sindicales como la discriminación en el uso de las mangas, los hangares y los apoyos en tierra; regulaciones caprichosas; conflictos laborales sin motivo y una larga lista de "otros". Similar situación atravesaron las low cost, a las que incluso se las terminó privando del uso del aeropuerto de El Palomar, hecho que ha golpeado con fuerza la economía de la zona.
Desde que fue estatizada en 2008 y hasta 2019 inclusive, Aerolíneas Argentinas costó a los contribuyentes cerca de 6000 millones de dólares, un promedio diario de un millón y medio. Solo basta pensar cuántos mejores destinos podrían tener esos fondos en una economía quebrada como la nuestra. El argumento defensivo de quienes apoyan el monopolio estatal es que todas las empresas aéreas dan pérdida. Pero es falso. En ese mismo período, el conjunto de las 290 compañías aéreas miembros de la Asociación Internacional de Transporte Aéreo (IATA) expuso una utilidad que osciló entre el 1,1% de sus ingresos en 2012 y el 3,3% en 2010. Solo una reducida minoría de estas empresas dio pérdidas, entre ellas, Aerolíneas Argentinas. Por cierto, la llegada de la pandemia disparó el desplome de esos valores. El tráfico cayó un 66% y el conjunto de IATA registró una pérdida de 118.000 millones de dólares. Nuevamente Aerolíneas Argentinas se ubicó entre las de mayores pérdidas en relación con el tamaño. En 2020, recibió aportes del Tesoro por 45.076 millones de pesos, que equivalieron a 610 millones de dólares al cambio oficial.
No deben buscarse razones geopolíticas ni funciones de fomento. La enorme pérdida solventada a través de los impuestos, que pagan incluso los que compran un kilo de arroz, se debe al comprobadamente ineficiente manejo estatal. No cambia esta conclusión el hecho que fue mal operada cuando la privatización la puso en manos inconvenientes. El exceso de pilotos y de personal, con prerrogativas a las que la mayoría de los trabajadores no accede, así como el uso poco eficiente de las aeronaves, es consecuencia de ceder a presiones gremiales o políticas, un juego de favores que solo aumenta la carga sobre quienes verdaderamente los pagamos. La ausencia de competencia acentuará cada vez más estas deficiencias, así como su costo para el Estado. La paradoja es que el transporte aéreo es utilizado precisamente por la población de ingresos más altos –salvo en la etapa de las low cost, cuando más gente pudo viajar–, mientras que las pérdidas son solventadas por todos, mediante impuestos o inflación. Bregar por cielos abiertos es promover la competencia, incluyendo la participación de las aerolíneas de bajo costo, con claro beneficio para el conjunto de la sociedad. El rol del Estado es controlar el cumplimiento de las normas de seguridad y de impacto ambiental. También en este terreno resulta francamente inexplicable que en defensa de argumentos falsos y asociados a una ideología vetusta no seamos capaces de imitar el proceder de los países exitosos. Menos aún demostramos haber aprendido de nuestra propia y estrepitosamente fracasada experiencia. La gravedad de la hora demanda optimizar el uso de nuestros cada vez más escasos recursos. Ciertamente, con los pies en la tierra, contar con una línea de bandera que da millonarias pérdidas está lejos de ser prioritario, aunque a muchos les convenga seguir volando.