Abusos sexuales y cambio cultural
Las enseñanzas del caso Pelicot, la mujer francesa a la que el esposo prostituía tras haberla drogado, trasciende la esfera penal e interpela a sociedades enteras
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El terrible caso de la mujer francesa que durante diez años fue drogada por su esposo para que una cincuentena de hombres la sometiera sexualmente mientras él filmaba todo, etiquetando y guardando las imágenes de manera prolija en un archivo personal de perversiones infinitas, conmueve al mundo por varios motivos. El delincuencial, sin dudas; el humano, desde ya, pero, sobre todo, el aleccionador. Gisele Pelicot, la víctima, ha renunciado a que su calvario se debatiera en privado entre las paredes de un juzgado. Por el contrario, ella misma reclamó que fuera público, un juicio a la luz del día, aunque con cada imagen, con cada declaración, rodeada de quienes la violaron a iniciativa del padre de sus hijos, ella sienta en cada audiencia que vuelve a ser ultrajada.
No recuerda los hechos porque su hoy exesposo, Dominique Pelicot, se encargaba de dejarla inconsciente antes de franquearles la puerta de su casa a los hombres a los que le ofrecía el cuerpo de su mujer como mercancía para registrar perversamente las imágenes.
Si el caso Pelicot resulta aberrante, qué decir cuando quien es denunciado de abusos es un expresidente como Alberto Fernández, quien deberá responder por cada uno de los actos por los que lo denunció su expareja Fabiola Yañez
Que tanto él como los violadores afronten hoy este resonado juicio que podría terminar con condenas a 20 años de cárcel no fue, en un principio, consecuencia directa de las aberraciones que cometió o dejó cometer a otros en el lecho conyugal. A Dominique Pelicot lo detuvo la policía cuando detectó que tomaba fotos por debajo de las polleras de mujeres en un centro comercial. Cuando la fuerza de seguridad analizó su celular, se encontró con el horror del morbo sin límites de este hombre que hoy no solo dice estar arrepentido sino que su esposa no merecía lo que le hizo, mientras justifica su comportamiento como consecuencia de brutales experiencias sexuales padecidas por él mismo en su niñez y juventud.
Sabrán los jueces de Aviñón ponderar los hechos, pues a ellos corresponde la decisión final en materia penal. Pero la condena moral ya la firmaron millones de personas en todo el mundo, las que no pueden más que admirar la entereza de esta mujer de 72 años que solo se quita los lentes oscuros para mirar a la cara a quien ella reconocía como “el amor” de su vida durante más de 50 años. Una víctima que, tras enterarse de las vejaciones a las que fue sometida, en vez de victimizarse, exige que su humillación se haga pública para que “la vergüenza cambie de bando”, logrando así que la padezcan sus agresores. Lo dice al parafrasear a otra Gisele, de apellido Halimi, una abogada tunecina que hace medio siglo defendió a víctimas belgas de un aberrante caso de violencia. Halimi también había pedido para ellas que el debate fuera público, para que toda Francia tomara conciencia de los hechos y para que las respuestas de las leyes y de la Justicia fueran proporcionales a semejantes daños.
Las crónicas y los análisis periodísticos de infinidad de medios hablan de la “dignidad” de Gisele Pelicot que, contrariamente a lo esperable, prefirió conservar su apellido de casada hasta la condena judicial. Tal vez, con la intención de duplicar la intensidad de las menciones a la identidad del principal acusado durante todo el proceso. Sus hijos, que como ella han despertado un día de un sueño imposible de entender, también son dignos de elogio: sufren, pero no se esconden. La acompañan en todo momento y enfrentan la mirada de un padre al que, ahora saben, nunca conocieron verdaderamente.
La exposición de uno o varios delitos cometidos en la esfera privada adquiere en el debate público un sentido ejemplificador para las miles y miles de víctimas que no se animan a contar su enorme dolor, su sometimiento y su miedo a que la difusión de la tragedia que las atraviesa derive en males acaso mayores para ellas o para quienes las rodean.
Ni qué decir cuando los protagonistas de esos delitos son personas públicas que han tenido o tienen responsabilidades de gobierno, como sucede en nuestro país con las denuncias de golpes y maltratos varios de parte de Fabiola Yañez contra el expresidente Alberto Fernández.
Este tipo de debate público sobre hechos aberrantes nunca es inocuo en las sociedades. No se trata del morbo que pueda generar –que es inevitable que surja–, sino de la necesidad de fomentar cambios culturales, de terminar con las hipocresías, de condenar debidamente a los victimarios y de dejar de tapar lo que les ocurre a las verdaderas víctimas. La fortaleza de quienes se exponen íntimamente a denunciar lo padecido en sus propios cuerpos denota una integridad inconmensurable. Tanto como la perversión y el cinismo de sus victimarios.