Abusos eclesiales: un punto de inflexión (última Parte)
Las penas de prisión para los sacerdotes involucrados en el caso Próvolo refuerzan la necesidad de los esperados cambios propuestos en la Iglesia
En relación con la abolición del secreto pontificio del que nos ocupamos ayer desde estas columnas, el papa Francisco manifestó la intención de favorecer el nombramiento de personas competentes que ayuden a las conferencias episcopales y a las diócesis que se encuentren en dificultades para afrontar los problemas y realizar iniciativas para la protección de menores de edad.
Una vez operativos, los cambios propuestos permitirán evitar escandalosas situaciones como las provocadas por el llamado "caso Próvolo", que sacó a la luz entre nosotros uno de los más aberrantes y vergonzosos de los varios procesos por abuso sexual de menores cometidos por sacerdotes católicos en nuestro país. Se trata de un verdadero infierno al que fueron sometidos durante años numerosos chicos con discapacidad auditiva y trastornos del lenguaje en el instituto mendocino que lleva el nombre de Antonio Próvolo, en recuerdo de un sacerdote italiano fundador de hogares para la educación de niños sordomudos en la ciudad de Verona. El establecimiento había sido clausurado en 2016 a raíz de las graves y fundadas denuncias.
El Tribunal Penal Colegiado de Mendoza condenó a fines de noviembre último a los sacerdotes Horacio Corbacho y Nicola Corradi a 45 y 42 años de cárcel, respectivamente, en tanto que al jardinero Armando Gómez le impusieron 18 años de prisión. En todos los casos, por los delitos de violaciones, abusos sexuales, maltratos y corrupción de menores, agravados por la responsabilidad de adultos frente a menores confiados a su cuidado y por tratarse de autoridades religiosas y de víctimas con manifiestas discapacidades. La Justicia tiene aún pendiente expedirse sobre la situación de algunas religiosas, docentes y exempleados que participaron de las actividades educativas durante el tiempo en que se cometieron los abusos.
La terrible situación del Próvolo llevaba muchos años y las denuncias en el ámbito eclesiástico nunca habían prosperado. Cabe preguntarse si podían ignorar los obispos y los superiores religiosos tan tremendo escándalo. En este caso, como en tantos otros, se observa que durante demasiado tiempo la Iglesia estuvo más preocupada por ocultar a los victimarios que por defender a las víctimas. Este caso dejó secuelas en la capital de la provincia de Buenos Aires, donde actuaron los sacerdotes condenados, y en la ciudad de Verona, en Italia, donde algunos fueron trasladados para alejarlos de la escena o de sus crímenes.
Se constató, una vez más, que los procedimientos acostumbrados por la jerarquía eran callar, ocultar y trasladar de sede a los depravados responsables de semejantes atrocidades, que hirieron física y mentalmente a los menores de edad, en muchos casos de por vida, sumiéndolos en el horror y la desesperación. Al referirse a uno de los sacerdotes, la madre de una de estas víctimas dijo que era el diablo disfrazado de cura.
Hoy, para los nuevos protocolos eclesiásticos, callar los abusos pasó a ser considerado una complicidad que compromete penalmente también a los superiores. Muchos episcopados han tomado nota de la gravedad de su silencio cómplice y se han visto forzados a comprender que no se trataba solo de "pecados", sino de gravísimos delitos, cuyos autores no hubieran debido ocupar cargos de autoridad o de consejo, y que son responsables ante la Justicia de cada nación.
Lamentablemente, en la Argentina, ya ante sonados casos protagonizados por distintos sacerdotes en el pasado, la jerarquía se mostraba reacia a tomar cartas en el asunto y a actuar de manera ejemplar. Con el correr del tiempo y ante las nuevas directivas vaticanas han ido creciendo el conocimiento, la conciencia y la condena de estas aberraciones. La abolición del secreto pontificio instaurado por Francisco constituye un primer paso trascendental en esta lucha dirigida a desmontar cualquier intento de encubrimiento, apuntando a prevenir y a dar a conocer estos hechos para que se castigue debidamente a los responsables.
Resulta evidente que la selección de aspirantes al sacerdocio o a la vida religiosa debe ser mucho más exigente y estar en manos de ministros y de profesionales acreditados. Son quienes incurren en estos abominables delitos quizá la punta del iceberg de una gran cuestión pendiente en la reflexión y el análisis de la Iglesia sobre la que afortunadamente se comienza a trabajar: la sexualidad humana. Se trata de un tema tan arduo como delicado, en tanto en él conviven ciertos oscuros abismos personales, con las exigencias y obligaciones de Estado que imponen una necesaria e innegable responsabilidad frente a los propios actos.