Abominables escraches
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En inglés, rasguñar se dice scratch, y de allí deriva el término escrache, tan utilizado en nuestro país. Aquí, la poca distancia que suele mediar entre las palabras y los hechos hiere la honra mucho más seguido que el cuerpo. Entendida como manifestación popular de protesta contra una persona en su domicilio o en ámbitos públicos, se ha aplicado contra numerosos ciudadanos, víctimas de esos deleznables procederes desde los años noventa.
En estas columnas hemos criticado con insistencia cualquier apelación a ese procedimiento ruin, cualquiera sean los fines y destinatarios. En los últimos tiempos, se han hecho escraches a quienes se oponen a decisiones del Gobierno.
Resultan así escrachados periodistas independientes que alertan sobre la crisis, empresarios que alzan la voz contra medidas que paralizan la inversión y la generación de empleo, magistrados que emiten fallos que no son del agrado de los mandones de turno y gobernadores de signo opositor al oficialismo. Incluso, han sido dirigidos a quienes, como habitantes de una república en la que rige la división de poderes, se han atrevido recientemente a tramitar su reclamo ante la Justicia frente a la imposición del llamado impuesto a las grandes fortunas, por considerarlo ilegal y confiscatorio.
Es necesario decir, una vez más, que esto ocurre durante un gobierno sin un plan económico consistente, sin una visión de destino de país y sin comprensión del valor de la productividad, la inversión y el estímulo al estudio y al trabajo. También, que nos encontramos frente a una voracidad fiscal que ha llevado a los estratos de la sociedad que funcionan en la legalidad a pagar una de las tasas impositivas más altas del mundo. El resto actúa en la oscuridad absoluta de la negrura fiscal, amparada en la complicidad de una política que nada hace para desenmascararlo.
El derecho de peticionar, prolongación específica del derecho de pensamiento y de expresión, está reconocido por el artículo 14 de la Constitución nacional. Esa facultad de requerir o demandar a funcionarios o instituciones públicas para que produzcan o se abstengan de producir determinados actos de gobierno es propia de una república. Nadie debe dejarse intimidar en el reclamo, por vía administrativa o judicial, de lo que considera propio y justo, por más que la descalificación provenga del oficialismo y de cornetas mercenarias que resuenen solapadamente en su nombre y aliento.
Profundiza aún más la depreciación moral del país que los escraches sean alentados por figuras gubernamentales y por periodistas militantes, cuando deberían ser ellos, en esta grave situación, quienes convoquen responsablemente a bajar los niveles de confrontación pública. A diferencia de la crítica constructiva o del debate, el escrache no persigue la verdad, sino que constituye simplemente una forma más de imposición de castigos improcedentes. En la práctica, funciona como un peligroso acto de coacción contra la libertad individual o colectiva, que puede ser eficaz entre los destinatarios más sensibles al amedrentamiento de los poderes públicos.
Al ser instado desde el poder, el escrache se convierte en herramienta de auténtica violencia institucional: propende a infundir miedo y a anular la opinión de personas y grupos, neutralizando su libre decisión. Constituye una pretensión inaceptable, debilita las libertades democráticas y atenta contra el ya estrecho camino que hay en la Argentina para arribar a los consensos que se requieren con premura.
La historia moderna presenta numerosas situaciones de escraches instados desde el poder. Algunos fueron caldo de cultivo para la anulación y el silenciamiento simbólico y físico de personas y grupos. Nazis y fascistas se especializaron en este deleznable ejercicio. En otros casos, estos fenómenos han servido de antesala obligada de disgregación social y para que prosperaran dictaduras.
En la actualidad argentina, el escrache político ha cruzado la delicada línea que preserva a los hombres en sus decisiones privadas. El escrache comenzó corporizándose en ruidosas manifestaciones con pancartas frente a los domicilios de las víctimas. Hoy, las redes sociales lo han convertido en un fenómeno de violencia colectiva, una forma más de bullying, en general con emisores anónimos, según las prácticas más comunes, capaces de volverse una pesadilla para cualquier afectado.
Al concentrarse en la víctima, la virtualidad permite multiplicar exponencialmente la violencia en su contra, mantenerla en el tiempo e influir sobre la opinión de otros. Las calumnias e injurias desde las redes sociales constituyen delito y conllevan responsabilidad civil y penal. No debe nadie dudar en denunciarlas si se siente dañado.
Tan nefasta metodología de anulación del otro está envenenando aún más nuestra ya difícil convivencia. Si la misma creatividad puesta al servicio de la saña para golpear a quien no comparte sus ideas o decisiones fuese dirigida a la construcción de los puentes que hoy tanto necesitamos, se abriría un espacio para la cicatrización de heridas.
Desafortunadamente, aquel mentado “divide y reinarás” no ha perdido vigencia. A falta de liderazgos constructivos que nos convoquen detrás de un proyecto de destino en común, debemos ser los propios ciudadanos quienes evitemos por nuestra propia sensatez y convicción hacerles el juego a quienes tienen una visión perversa del presente y del porvenir de la República.
Entendimientos básicos y concordia con miras a la paz social son las bases para el único derrotero eficaz para remontar desencuentros nacionales cada vez más profundos. No podemos confiar esta ardua empresa a un gobierno dispuesto a dejarnos sin una Justicia digna con el único objetivo de lograr la impunidad de gravísimos delitos de corrupción cometidos contra el Estado argentino, es decir contra la confianza y los intereses de la sociedad en su conjunto.
El presidente Alberto Fernández debe rectificar una política que ha fracasado hasta en el imperativo de dotar a tiempo a la sociedad de suficientes vacunas. No va a distraernos de la crítica de esos yerros cuando se apela a la épica para recibir escasas dosis que llegan al país a las cansadas.
Urge que el Presidente vuelva sobre sus pasos y cumpla la promesa de campaña de unir a los argentinos y de servir con eficiencia a la República.