A grandes males, peores remedios
Si algo sorprende de la presente crisis es la pequeñez moral de sus protagonistas centrales, tanto como sus probadamente ineficaces recetas para el crecimiento económico
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Con el 50% de pobreza, el desafío de reconstruir la Argentina exigiría lideres como aquellos surgidos en la posguerra europea: Alcides de Gasperi, Luigi Einaudi, Konrad Adenauer, Ludwig Erhardt o Robert Schuman, para no citar a Winston Churchill, un lugar común. No sería un objetivo imposible, pues la Argentina tuvo estadistas de esa talla, desde 1853 hasta la mitad del siglo pasado, responsables de haber convertido un desierto en una potencia mundial.
El amor a la patria y la angustia por la niñez sin futuro, requeriría el compromiso moral de priorizar el bienestar general sobre cualquier interés personal. El largo plazo, sobre el corto. Lo colectivo, sobre lo individual. La estatura del estadista, sobre la bajeza del truhán.
¿Puede el temor personal a una condena penal ser más fuerte que el dolor colectivo por la pobreza ajena? Basta recordar la soberbia de Cristina Kirchner cuando expuso ante el Tribunal Oral Federal N° 8 en la causa del memorandum con Irán, para comprender su reacción ante el inesperado resultado de las PASO. Súbitamente, el respaldo popular a su prepotencia judicial, pareció evaporarse y la alternativa de ir presa, volvió a tener vigencia. No es igual el celeste y blanco del Tango 04 que el azul del furgón de la Policía Federal.
Ni “transpirar la camiseta” ni “profundizar la gestión” sacará al país de la miseria. La máquina del Estado debe alimentarse de recursos que debe generar el sector privado
La ruptura intempestiva de la coalición gobernante tendrá duras consecuencias sobre la gobernabilidad y, por ende, sobre la recuperación socioeconómica, acechada por la altísima inflación, el desempleo, la enorme deuda del Banco Central, los vencimientos del FMI, la fuga de capitales y los cepos que coartan la producción.
Si algo sorprende en la actual crisis, es la pequeñez moral de sus protagonistas y el tamaño minúsculo de sus molleras. No hay simetría entre la dimensión del drama y la cortedad de miras de sus actores. A menos que el drama, para ellos, no fuera el que aqueja a la Nación, sino el que se cierne sobre la jefa de la coalición. Si lograr su absolución es objetivo superior a comer, curar y educar, sería aplicable el aforismo “impunidad mata pobreza”.
Con total impericia y completo desenfado, los voceros de la vicepresidenta proponen salidas tan torpes como irresponsables. En aras de recobrar en dos meses los votos desertores, pretenden un “shock distributivo” para recuperar el atraso de salarios, jubilaciones y subsidios impuesto por Martín Guzmán, con un ojo en el déficit fiscal. Hubo quien propuso, para evitar presiones sobre el dólar, la emisión de una moneda inconvertible, como el CUP cubano, que, en la práctica, es solo un cupón de racionamiento.
Para Juan Grabois es “hora de avanzar con un salario universal de reconstrucción, recuperación educativa, alimentos sanos y accesibles, acceso a lotes y vivienda digna”. En definitiva, resultados ideales, fruto de un buen programa de gobierno, pero nunca medios para alcanzarlos en un país quebrado, salvo para acelerar el tránsito a Cuba, Venezuela o Nicaragua.
Con 70 años de inflación, de estallidos y ajustes malogrados, la Argentina debería saber ya que es imposible recuperar los ingresos de la población, en términos reales, mientras haya altísima inflación. Es como vestir a un santo desvistiendo a otro. El impuesto inflacionario lo pagan los más pobres para sufragar los pesos destinados a otros pobres. Mientras se propone un país para todos (y todas), la inflación “multicausal” disgrega a la sociedad, haciendo a unos enemigos de otros. “Homo homini lupus”: la pesadilla del liberal Thomas Hobbes lograda por marxistas iletrados y pueriles.
Tampoco servirá “transpirar la camiseta” o “profundizar la gestión”. Nada de eso sacará al país de la miseria. La máquina del Estado debe alimentarse con recursos que solo puede generar genuinamente el sector privado. Y éste no se pondrá en marcha por más que los burócratas transpiren, caminen el conurbano, alcen bebés o inauguren bacheos municipales.
En una economía basada en la propiedad y el contrato, como todavía es la Argentina, el impulso a la producción no depende de emparches “a la bartola”, como el compre nacional, rebajas puntuales de costos o proyectos sin financiación, sino de la correcta administración de las expectativas.
A diferencia de los gobernadores e intendentes, cuya misión es gestionar recursos para hacer obras o brindar servicios, el gobierno nacional es el único que da señales para que el sector privado invierta o desinvierta; para que los capitales fluyan o se fuguen; para que el empleo genuino crezca o decrezca; para que la economía se expanda o se contraiga. Lo relevante para poner en marcha el aparato productivo son los incentivos que surgen de una visión de futuro, en un marco de seguridad jurídica.
Sin duda, esta crisis provocada por la vicepresidenta, aterrada ante la perspectiva de Marcos Paz y acompañada por una cohorte de militantes pródigos en agravios y huérfanos de ideas, impedirá que esas señales sean alentadoras. A la fragilidad inicial de la coalición, ha añadido, en forma dolosa, esa fractura expuesta, cuyo único objetivo es la impunidad. Creerá que puede emular a Adolfo Rodríguez Saá en 2017 y revertir el resultado de las primarias, con un festival irresponsable de pesos, planes, colchones y heladeras. Ya le reclamó Axel Kiciloff al ministro Guzmán “una visión menos fiscalista”.
Después de la batalla de Pavón (1861), la llamada “traición” de J.J. de Urquiza al acordar con Bartolomé Mitre fue un acto de sensatez institucional, que abrió las puertas a la Organización Nacional, aún a costa de su propia vida. En la Argentina de 2021, los protagonistas de las traiciones en el Frente de Todos son la antítesis de aquellos estadistas: priorizan sus intereses personales, aunque se destruya al país.