A cuarenta años de la Guerra de las Malvinas
La recuperación por la vía diplomática de la soberanía argentina sobre las islas del Atlántico Sur continuará siendo un objetivo nacional
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Cuatro décadas no son aún suficiente tiempo para que el análisis de hechos significativos, como la Guerra de las Malvinas, deje de lado las vivencias y los antagonismos propios de la contemporaneidad. El resultado frustrante de las acciones bélicas y el dolor por la pérdida de vidas pesan en el recuerdo y contribuyen a acentuar la condena de una parte importante de nuestra sociedad hacia aquella decisión del régimen militar. Incluso muchos encontraron favorable la derrota, ya que aceleró el final del gobierno de facto e impulsó el retorno a la democracia.
Los reclamos por la recuperación de las islas Malvinas comenzaron inmediatamente después de la ocupación inglesa ocurrida el 3 de enero de 1833. Ese día se desplazó por la fuerza al comandante político militar Luis Vernet y a la pequeña población argentina. Unos años antes, el 2 de febrero de 1825, el Reino Unido había firmado un tratado mediante el cual reconocía la independencia de las Provincias Unidas y su posesión del territorio heredado de España, sin excluir las Malvinas, donde ya habían sido designadas autoridades argentinas.
A pesar de sus fundadas razones, los reclamos argentinos no lograron revertir la situación. Gran Bretaña llevó pobladores y tomó recaudos, generalmente informales, para impedir la radicación de personas y empresas argentinas. A pesar de que no les dedicó atención, sino que incluso los discriminó negativamente, esos pobladores se apegaron a su origen y pertenencia británicos. Cada intento de negociar alguna forma de traspaso a la Argentina quedó abortado por la acción de los representantes de los isleños. Su argumento era la obligación de respetar sus deseos. La Argentina siempre ofreció respetar sus intereses, incluyendo la propiedad, la forma de vida y la representación y los derechos ciudadanos. Las resoluciones de las Naciones Unidas para pedir a las partes negociar cayeron siempre en saco roto.
Suele afirmarse, como una verdad que no necesita demostración, que la decisión de ocupar militarmente las Malvinas tuvo como finalidad distraer de los problemas económicos y sociales que enfrentaba el gobierno y así recuperar popularidad. Sin embargo, y sin descartar que esa idea hubiera pasado por la mente de alguno de los ejecutores, hay elementos para pensar en otras motivaciones. Se juntaron en la cúpula del poder dos personas que desde tiempo atrás sostenían que nunca se lograría la restitución de las Malvinas por la vía del reclamo y la diplomacia. Ellos pensaban que había que producir una acción que impulsara un atajo en las negociaciones. Eran el almirante Jorge Isaac Anaya y el canciller Nicanor Costa Méndez. Hacia fines de 1978, el comandante en jefe de la Armada envió a su par del Ejército una carta por la que se invitaba a esta arma a participar en la preparación de una operación de desembarco y recuperación de las islas Malvinas. Se contestó la nota pidiendo el plan de la Marina y diciendo que el Ejército formaría un grupo de trabajo conjunto. La Marina nunca envió ese plan. Era jefe de Operaciones Navales el almirante Anaya. Por su lado, desde su juventud, Costa Méndez se había manifestado partidario de que la Argentina intentara en algún momento la recuperación. Le adjudicó un significado excesivamente dramático al fracaso de las conversaciones mantenidas por representantes británicos y argentinos, en las Naciones Unidas los días 26 y 27 de febrero de 1982. Según él, ese fracaso convalidaba una vez más su tesis sobre la imposibilidad de recuperar el archipiélago por la vía puramente diplomática.
Estas ideas no pasaban por una guerra contra Gran Bretaña, sino por una ocupación incruenta a partir de la cual negociar un procedimiento para acceder finalmente a la soberanía. Así se comenzó a planificar la operación en los últimos días de diciembre de 1981, sin fecha ni certeza de realización.
El episodio generado por el izamiento de la bandera argentina durante el desmantelamiento de una planta ballenera en las islas Georgias disparó la ejecución del plan de ocupación. Hay sobradas razones para entender que el emprendimiento del empresario Constantino Davidoff no tenía una motivación comercial. Obtener chatarra en esas latitudes es antieconómico. La Armada Argentina estuvo en su gestación y apoyo desde 1979. La exagerada reacción británica, al enviar un barco de guerra, respondió a esa interpretación.
Quienes lucharon, murieron o sufrieron son héroes de la patria y merecen nuestro permanente homenaje
La planificación secreta de la ocupación se aceleró. La operación Rosario consistía en desembarcar y tomar control de la administración desplazando al gobernador Rex Hunt y dominando el destacamento de los Royal Marines sin derramar una gota de sangre. Luego se retirarían las tropas y se reemplazarían por una fuerza de seguridad al solo efecto de mantener el orden. A partir de allí se negociaría. Los supuestos se comprobarían errados. Uno de ellos era que si no había derramamiento de sangre inglesa la cuestión se dirimiría diplomáticamente. El otro supuesto era que los Estados Unidos no tomarían partido por Gran Bretaña. Leopoldo Galtieri se aferraba a estas hipótesis alegando la amistad norteamericana que había percibido en su último viaje a ese país. El secreto de la operación excluyó otras consultas. Por ejemplo, al ministro de Economía, Roberto Alemann, quien hubiera dado una opinión negativa.
Ante la escalada inglesa por la cuestión de las Georgias, se gatilló la operación Rosario, concretada en la madrugada del 2 de abril de 1982. Se cumplió con todos los objetivos, aunque lamentando la pérdida de la vida del capitán Pedro Giachino. Ningún habitante ni tampoco ningún militar inglés sufrieron un rasguño. La defensa concentrada en la casa del gobernador se agotó con la última munición de los que resistían. Las fuerzas argentinas disparaban al aire. La operación Rosario es un caso de estudio de las academias militares. Pero no estaba prevista ni preparada para desembocar en una guerra.
El entusiasmo popular en nuestro país fue desbordante, mucho más allá de lo previsto. En Londres el almirante que había elaborado un plan para el caso de una ocupación argentina se apersonó ese mismo día a la primera ministra, Margaret Thatcher, y afirmó que las fuerzas británicas podían retomar las islas fácilmente. Era lo que hacía falta para que la gobernante decidiera y anunciara la formación y pronta partida de la fuerza de tareas. Había sido otro error subestimar la personalidad de la señora Thatcher.
En Buenos Aires algunos comunicadores sociales convocaron a marchar a la Plaza de Mayo, donde el presidente de facto habló a una multitud y optó por frases provocadoras hacia los británicos, consideradas una virtual declaración de guerra.
Pero las Fuerzas Armadas argentinas no estaban preparadas para una guerra contra el Reino Unido. No se había desarrollado ningún plan de guerra, sino de ocupación. La actuación bélica argentina fue improvisada, aunque muy destacable teniendo en cuenta esa circunstancia. Hubo valor, capacidad y valentía en los integrantes de nuestras Fuerzas Armadas, que fueron plenamente reconocidos por los altos oficiales ingleses. Se estuvo cerca de una negociación luego del hundimiento del destructor Sheffield y de la propuesta del presidente peruano, Fernando Belaúnde Terry, quien había encontrado una fórmula posible entre respetar los “deseos” y los “intereses” de los isleños. El 30 de abril, el gobierno de los Estados Unidos dejó la mediación que llevaba Alexander Haig y expresó su apoyo a Gran Bretaña. Las hipótesis previas habían caído una por una. A medida que progresaba la guerra, las propuestas de cese del fuego eran cada vez menos honrosas para la Argentina y así llegó la rendición.
Quienes lucharon, murieron o sufrieron son héroes de la patria y merecen nuestro permanente homenaje. La recuperación pacífica de la soberanía argentina en las islas Malvinas continuará siendo un objetivo irrenunciable.