Ya normalizamos una locura, ¿podemos ahora normalizar la cordura?
La brutal suba de la pobreza debería ser el ordenador de todas las discusiones económicas y políticas en los siguientes años
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Los argentinos normalizamos lo que a los ojos de un observador externo e imparcial sería una verdadera locura. En el país que fue y que podría ser el granero del mundo, el 52,9% de las personas son pobres y el 18,1% son indigentes. Lo normalizamos en el sentido que nos acostumbramos a vivir con esta anormalidad. Tanto que, a pocos días de publicarse el dato de pobreza del primer semestre de este año, los principales responsables de esta tragedia, los que gobernaron la Argentina durante la mayor parte desde la vuelta de la democracia, se pavoneaban en los medios durante la marcha del miércoles pasado como si no tuvieran ninguna responsabilidad. En otros países se morirían de vergüenza. Pero acá no; en la Argentina normalizamos esta verdadera tragedia, al punto de no convertirla en un disparador de políticas acordadas para combatirla rápida y decisivamente. Es más, sus principales responsables se oponen a todos los intentos por revertir esta situación y prometen implementar las mismas políticas si vuelven al poder. No podemos, sin embargo, seguir normalizando esta anormalidad.
Empecemos por los datos. En la Argentina, la tasa de indigencia se mide comparando el ingreso de los hogares con una canasta alimentaria “capaz de satisfacer un umbral mínimo de necesidades energéticas y proteicas”, llamada Canasta Básica Alimentaria (CBA). Su costo era durante el primer semestre de 2024 de $349.073 para un hogar promedio equivalente a 3,15 adultos. Es decir, el dato publicado por el Indec el 26 de septiembre significa que durante el primer semestre de 2024 el 18,1% de las personas que habitan los grandes aglomerados urbanos de la Argentina no cubrían sus necesidades alimentarias básicas. Entre los menores de 14 años, ese porcentaje sube al 27%.
En la Argentina, la tasa de pobreza se mide comparando el ingreso de los hogares con una canasta (CBT), que, además de la CBA, contiene un conjunto de bienes y servicios considerados esenciales, incluyendo transporte, vestimenta, educación, salud y otros. El costo de la CBT era en el primer semestre de $709.318 para un hogar promedio equivalente a 2,93 adultos. Es decir, el dato recientemente publicado por el Indec significa que el 42,5% de los hogares y el 52,9% de las personas no cubren esa canasta mínima de bienes y servicios. Entre los menores de 14 años ese porcentaje se expande al 66,1%, y al 60,7% entre los jóvenes entre 15 y 29 años.
El impacto político del anuncio del 26 de septiembre radica no solo en el elevado nivel absoluto de estas medidas de pobreza e indigencia, sino también en su fuerte aumento con respecto al año pasado, y a que llegaron a niveles no vistos desde la crisis de 2002. La tasa de indigencia subió desde el 11,9% de las personas, y la de pobreza desde el 41,7% de las personas en el segundo semestre de 2023. El número de pobres creció en 3,4 millones y el número de indigentes en 1,9 millones en solo un semestre en los grandes aglomerados urbanos. Es decir, el aumento en todo el país es mayor.
Detrás de estos fríos datos de pobreza e indigencia están las terribles carencias que sufre un gran porcentaje de los argentinos, y que van mucho más allá de lo nutricional. Incluyen el acceso a servicios de salud, educación y a una vivienda digna, entre muchos otros. Para diciembre de 2023, un estimado de 5 millones de personas, más de 1,2 millones de familias, vivían en los llamados barrios populares, según el Registro Nacional de Barrios Populares (Renabap). Hay en el país 6467 barrios populares, de los cuales 5253 son asentamientos y 1127 villas, y en total ocupan 684 kilómetros cuadrados, más de tres veces el tamaño de la Capital Federal. Casi un tercio está en la provincia de Buenos Aires, donde la “década ganada” de la mano del kirchnerismo causó estragos: el número de villas se triplicó entre 2001 y 2016 en el Conurbano. La mayor parte de sus habitantes no tiene agua potable, cloacas, o gas natural, y sufren además la indignidad de depender de los favores de los punteros para obtener acceso a servicios o a prestaciones estatales o, peor aún, del narcotráfico.
Es decir, somos un país lleno de pobres, lo que significa que somos un país pobre. El mito del país rico queda desnudo ante tanta carencia. Es una realidad inaceptable, que nos obliga a repensar todo. Cuando hay escasez, no se puede derrochar nada. Puesto en términos de las discusiones de días recientes, este principio ordenador aplica tanto a la transparencia en el manejo de los recursos destinados a las universidades, y la eficacia que logran dichos recursos, como a si podemos derrochar cientos de millones de dólares para subsidiar privilegios de los pilotos de Aerolíneas Argentinas. Desde 2008 que la inversión en educación pública de la Argentina supera el 5% del PBI (no estaá muy lejos del promedio de la OCDE), pero los resultados son paupérrimos. Nos encontramos en el puesto 62 de 81 países en los resultados de las pruebas PISA y las tasas de deserción escolar son alarmantes. El espejo de la pobreza es una Argentina llena de quintas de la casta, escondidas algunas detrás de causas nobles, otras ni siquiera.
La brutal suba de la pobreza debería ser el ordenador de todas las discusiones económicas y políticas en los años siguientes. El objetivo tiene que ser reducir la pobreza aceleradamente. Para ello, tenemos que normalizar la cordura; es decir, tenemos que seguir los pasos de los países que lograron elevados niveles de ingresos.
En primer lugar, tenemos que erradicar la inflación. La tasa de pobreza aumenta fuertemente cuanto se acelera la inflación, porque la gente de menores recursos no tiene como cubrirse durante estos eventos, y sus ingresos quedan rezagados. Para ello, la fórmula que implementaron exitosamente muchos países fue la de crear bancos centrales independientes del poder político, con un mandato firme de estabilidad de precios, e imposibilitados de financiar al sector público. Así, lograron tasas anuales de inflación cercanas al 2% o 3%, contando además con políticas monetarias anticíclicas, que estimulan la economía en tiempos de recesión y activan los frenos en momentos de expansión. Para ello, a su vez, se requiere tener una política fiscal prudente. La Argentina tiene que alejarse de los déficit fiscales por mucho tiempo. No se pueden proponer más gastos sin las correspondientes partidas de financiación.
Pero solo una baja inflación no es suficiente para erradicar la pobreza: se necesita que la economía crezca fuertemente, para generar muchos empleos y de calidad. Estudios sobre la reducción de la pobreza, como el de Aart Kraay, del Banco Mundial, muestran que hasta el 90% de la reducción de la pobreza está explicada por el crecimiento del ingreso promedio, y solo un porcentaje mínimo es explicado por variaciones de la distribución del ingreso. Si queremos alcanzar el nivel de ingreso de Italia en 30 años, por ejemplo, tenemos que crecer cerca del 4,5% por año en promedio. La tasa de crecimiento de los últimos 10 años fue del -0,1% en la Argentina.
Acelerar la tasa de crecimiento de manera sostenida no es fácil. Demanda aumentos fuertes y sostenidos de la tasa de inversión y de la productividad de la economía. La tasa de inversión en la Argentina es escandalosamente baja, de entre el 16% y el 20% del PBI, en promedio en los últimos 10 años, y la productividad (cuánto PBI producimos dado el capital invertido y el trabajo empleado) cayó fuertemente en una década. En los países de crecimiento elevado, la tasa de inversión supera el 25% del PBI.
Para aumentar la inversión y la productividad, tenemos que normalizar la cordura: se requiere no solo estabilidad macro, sino también derechos de propiedad fuertes, apertura al comercio internacional, impuestos más bajos y menos distorsivos que los actuales, y mejoras en la educación, entre otros. Para aumentar la inversión en forma sostenida, también es importante incrementar la tasa de ahorro doméstico. De manera contraria, los aumentos de la inversión vendrán de la mano de subas en el déficit de cuenta corriente, que pueden ser inestables como ya vivimos muchas veces en el pasado. El aumento de la tasa de ahorro doméstico puede fomentarse con políticas tributarias que incentiven la reinversión de utilidades empresarias, como hizo Chile en su fase de crecimiento elevado, y con mecanismos que incentiven el ahorro para la vejez, destruidos luego de la nacionalización de los fondos de pensión.
Muchas veces escuché la frase de que la Argentina no tomaba medidas radicales para corregir su declive económico porque no había sufrido una crisis terminal. Si tener más del 50% de pobres no es una crisis terminal, no sé que significa el término. El momento de actuar es ahora. El norte debe ser un crecimiento fuerte y baja inflación, sin despilfarros que no estamos en condiciones de financiar.
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