Vuelve el prejuicio, ¿la inmigración le hace mal a la economía?
Las expresiones del presidente Donald Trump pusieron sobre la mesa el debate sobre el rol de los extranjeros
NUEVA YORK.– La Estatua de la Libertad tenía menos de 40 años cuando el presidente Calvin Coolidge firmó la ley de inmigración de 1924. Prohibía la inmigración de la mayor parte de Asia. Reducía la cuota general de inmigración de países por fuera de las Américas a la mitad. Y limitaba los inmigrantes de otros países al 2% de las personas de ese origen que vivieran en Estados Unidos en 1890, limitando la inmigración a gente del norte y el occidente de Europa. La de Europa del este y el sur, por no mencionar a los africanos, traían demasiados tipos de “inadecuaciones sociales”.
El sistema de cuotas fue reformado en 1965, y la ley de inmigración hoy es más equitativa. Aún así, la desconfianza de que los inmigrantes son una amenaza para la sociedad sigue estando cerca de la superficie. Al sostener que la gente de naciones musulmanas amenaza la seguridad nacional, que los mexicanos son narcotraficantes y violadores, que los inmigrantes toman empleos de los estadounidenses o son una carga para los contribuyentes al depender de los beneficios sociales del estado, el presidente Trump lo ha vuelto a colocar en el centro del debate político.
Esta vez la desconfianza es sostenida por algunos economistas: que los inmigrantes debilitarían la vitalidad de Estados Unidos al traer rasgos culturales inferiores de sus países de origen disfuncionales para erosionar normas sociales estadounidenses.
Es una afirmación intranquilizadora. La sostiene con llamativo candor Paul Collier, el conocido economista británico del desarrollo, de Oxford, en su libro de 2013 Exodus: How Migration is Changing Our World (Oxford University Press, Éxodo: Cómo la migración está cambiando nuestro mundo). “Los migrantes traen su cultura consigo”, escribió. Los países que los reciben corren el riesgo “de que el modelo social se mezcle de un modo que diluya perjudicialmente su funcionalidad”.
Esta idea ha ganado aceptación en Europa, que hasta el reciente influjo del norte de África y medio oriente había experimentado comparativamente poca inmigración de naciones más pobres. Pero empieza a tener auditorio en Estados Unidos también, dando forma al argumento de que la inmigración, al traer normas y cultura inferiores del extranjero, puede estar erosionando la productividad.
George J. Borja, un economista destacado de Harvard que ha escrito innumerables publicaciones argumentando en favor de políticas inmigratorias más estrictas, sostiene que la calidad de los inmigrantes se ha deteriorado desde los viejos tiempos. Pero para él la línea divisoria se fija en 1965. En su reciente libro We Wanted Workers: Unraveling the Immigration Narrative (Norton, Queríamos trabajadores: desenredando la narrativa de la inmigración) afirma que “los nuevos y los antiguos inmigrantes son distintos tipos de trabajadores, siendo los nuevos menos productivos”.
El contagio de los inmigrantes del sur global es lo que más se destaca: “Imaginemos que los inmigrantes traen algo de equipaje con ellos y que ese equipaje, descargado en el nuevo medio, diluye parte de la ventaja productiva del Norte”.
El principal estratega de Trump, Stephen K. Bannon, arquitecto del vuelco de la administración contra la inmigración, podría sentirse atraído por estos trabajos académicos. La proposición de que los inmigrantes perjudican la productividad en sus nuevos hogares podría dar justificación a controles inmigratorios más restrictivos que los que EE.UU. tiene hoy. “Análogo al cambio climático, no sabemos qué medida tendría que alcanzar una diáspora no absorbida antes de que pudiera debilitar significativamente el respeto mutuo del que dependen las sociedades de altos ingresos”, escribió el profesor Collier.
Es cierto que la gente de otros países a veces lleva consigo normas dudosas. Un estudio de 2006 de los economistas Raymond Fisman y Edward Miguel encontró que diplomáticos de países más corruptos como Egipto y Paquistán eran mucho más proclives a estacionarse en lugares prohibidos en la ciudad de New York que los de lugares más ajustados a los dictámenes de la ley como Australia y Noruega.
Muchos estudios han encontrado que la heterogeneidad étnica y racial reduce el apoyo por servicios públicos tales como la recolección de la basura y la educación pública. El sociólogo Robert Putnam propuso que en el corto al mediano plazo “la inmigración y la diversidad étnica son un desafío para la solidaridad social e inhiben el capital social”.
Y como señala Borjas, es cierto que la brecha entre los salarios de los inmigrantes y los nativos es mayor que hace unas décadas y que los inmigrantes tardan más en ponerse a la par. Esto podría sugerir que su productividad puede no equipararse a la de anteriores oleadas de inmigrantes.
Aún así, la proposición de que la inmigración reduce la productividad está en tensión con muchos estudios que muestran que la inmigración tiende a elevar la productividad e incrementar el producto económico, mayormente multiplicando los ingresos de los inmigrantes mismos. La inmigración a Estados Unidos aumenta la innovación, desacelera el envejecimiento de la fuerza laboral y abre nuevas oportunidades para algunos trabajadores locales. La creciente brecha salarial identificada por el profesor Borjas puede relacionarse con cosas ajenas a las cualidades propias de los inmigrantes, como la creciente desigualdad de ingresos en Estados Unidos.
Críticamente, los que afirman que los inmigrantes traen una contagiosa declinación en la productividad aún no han aportado evidencias, solo conjeturas, de que esto ha sucedido. ¿Hay un umbral a partir del cual más inmigración comienza a producir verdadero daño? ¿Cuán cerca de ese umbral está Estados Unidos? ¿Cuál es el mecanismo por el que la productividad en Estados Unidos podría verse reducida por los atributos más débiles de los inmigrantes?
¿Si la productividad crece a partir de mejores capacidades tecnológicas o productivas, cómo podrían los inmigrantes reducirla? ¿Si la cultura de los inmigrantes afecta la productividad estadounidense –digamos al reducir la inversión o socavando la creencia en la propiedad privada– de qué dimensión tendría que ser la inmigración para tener ese efecto?
No parece que Estados Unidos esté ni remotamente cerca de ese umbral. Hasta ahora la evidencia empírica sugiere que los países con mayor variedad de inmigrantes son más ricos, más productivos y más innovadores. Las regiones que reciben más inmigrantes crecen más aceleradamente. Y la inmigración en realidad puede mejorar las instituciones de los países a los que van los inmigrantes.
En una refutación de las proposiciones de Collier y Borjas, Michael A. Clemens del Center for Global Development (Centro para el desarrollo global) y Lant Pritchett de la escuela Kennedy de Harvard señalan que no hay relación significativa entre la proporción de inmigrantes de países pobres y el crecimiento de la productividad en los países ricos a los que emigran.
Aunque una inmigración sin límites digamos, de México, en algún punto fuera a transmitir baja productividad a Estados Unidos, hoy las evidencias sugieren que las restricciones a la inmigración son excesivas, no demasiado pocas.
Esto no quiere decir que no haya ningún argumento en favor de reducir la inmigración. Pero no tiene nada que ver con el contagio. Si algo hay es que la xenofobia que fue base de la campaña presidencial de Trump sugiere que la consecuencia cultural más problemática de la inmigración es la erupción de intolerancia fanática entre los nativos. Eso bien podría tener un alto costo.
Traducción de Gabriel Zadunaisky
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