Una tragedia sufrida y recordada por familias de todo el mundo
Cuando ocurrieron los ataques del 11 de septiembre, Antonio Javier era un mesero mexicano de 22 años en el restaurante Windows on the World, que ocupaba los pisos 106 y 107 de la torre norte del World Trade Center.
Al igual que muchos de sus compañeros de trabajo, Antonio estaba en Estados Unidos de manera ilegal, como parte de los millones de inmigrantes que trabajan a la sombra de la economía formal. De los 73 empleados de Windows on the World que murieron ese día, 34 eran hispanos.
Antonio era también parte de otro grupo, los cerca de 250 extranjeros que fallecieron ese día junto con más de 2.500 estadounidenses. Entre ellos un joven consultor de riesgo malayo que cuando tenía 15 años les había dicho a sus padres que quería trabajar algún día en el World Trade Center; una filipina que se mudó a EE.UU. en busca del "sueño americano" y que reunió el dinero suficiente para que sus familiares en Filipinas pudieran asistir a la escuela y un operador de divisas brasileño de 30 años que le regaló a su padre, un médico de São Paulo, una estatuilla de las torres gemelas y le dijo con orgullo que allí iría a trabajar.
Para los miembros de sus familias, el camino a la recuperación ha sido especialmente difícil. Los extranjeros, incluyendo cerca de una docena de indocumentados, tuvieron derecho a la ayuda del Fondo de Compensación para las Víctimas del 11 de Septiembre, del gobierno de Estados Unidos.
Sin embargo, muchas familias no hablan inglés, por lo que les resulta difícil navegar el sistema legal estadounidense, visitar los sitios de los ataques, o incluso comprender el país donde terminó la vida de sus seres queridos.
Algunos han sido incapaces de obtener visas para presentar sus respetos en los últimos años o no tienen el dinero suficiente para viajar con facilidad.
Algunos también enfrentan problemas en sus países de origen. Muchos viven en lugares donde sus vecinos se han vuelto indiferentes al 11 de septiembre o son abiertamente hostiles a EE.UU. y a la forma en que respondió a los ataques. Otros viven en países como Indonesia o Japón, que en los últimos años han sufrido ataques devastadores o desastres naturales que para muchos superan de manera holgada la pesadilla estadounidense. Esto deja a las familias de las víctimas del 11 de septiembre solas a la hora de conmemorar sus pérdidas.
En los campos de Santa Inés Ahuatempan, en México, hay poco para honrar la memoria de Javier, el mesero de Windows on the World. Su pueblo natal, en el sur del estado de Puebla, es la típica población mexicana con pocas oportunidades para los jóvenes, muchos de los cuales se van a la primera oportunidad que tienen para probar suerte en EE.UU.
Javier se marchó cuando terminó la escuela secundaria, a los 17 años, para unirse en Nueva York con su hermano mayor, Isidro, quien también trabajaba en el restaurante en la cima de la torre norte. Sin embargo, justo estaba fuera del edificio cuando el primer avión se estrelló y dejó atrapado a su hermano en el piso 107.
"Entiendo por qué mis hijos se fueron", asegura Armando Javier, agricultor de 62 años y padre de Antonio e Isidro. "Basta con mirar alrededor, la vida es muy dura aquí", se lamenta. Al igual que cada año, su esposa Guadalupe encenderá una vela junto a unas cenizas traídas de la zona cero para recordar a su hijo. Armando, sin embargo, no tiene planes para marcar la ocasión. "¿Para qué? eso no me lo devolverá", dice.