Una sociedad que vive implosiones silenciosas
Hoy comienza el invierno. Sí, recién hoy. Temido como nunca, sus fantasmas circulan ya desde hace varias semanas. La sociedad está viviendo una de las horas más tristes que recuerde. Ya ni siquiera está cansada o agobiada, ahora la oprime el hastío. El efecto anestesia del verano concluyó abruptamente luego de la Semana Santa. Desde entonces comenzó el apesadumbrado tránsito por la oscuridad.
La capacidad de ver el futuro está anulada. La crisis multidimensional –sanitaria, económica, social, política y emocional– llegó a su máxima expresión. Como un barco con destino de naufragio, la gente siente que “le entra agua por todas partes”.
Todo es pérdida. Cae el poder adquisitivo, se deteriora la calidad de vida, hay registros evidentes de movilidad social descendente. Desde no poder pagar el alquiler hasta tener que vender el auto o cambiar de prepaga, en los estratos sociales que tenían resto. Desde abandonar hábitos muy arraigados, como el consumo frecuente de carne vacuna, o sentir que ya no va a poder renovar la tecnología cuando se rompa hasta ver que ciertos consumos aspiracionales, como algunas marcas de ropa o modelos de zapatillas, quedan ahora demasiado lejos, en la clase media baja. Allí no hay contención ni red de contactos, y los pocos ahorros que existían se usaron el año pasado.
A diferencia de otras crisis, se pierde en todo, no solo en lo económico. Y eso es lo que la vuelve inédita, incomparable e imprevisible. El pasado sirve de poco. Y las recetas que pueden hurgarse allí son de dudoso efecto. Esto no se parece a nada.
Aun con todo el esfuerzo que están haciendo los médicos y el sistema sanitario en su conjunto –los héroes de la hora histórica– la tragedia sanitaria abruma, paraliza, encierra. Demasiada presencia de la muerte –real, potencial, mediática y simbólica– como para que no se derrumbe la pulsión vital. Aquellos que aún pueden, luchan por esbozar una sonrisa. Lucen forzadas, tensas, casi a contramano. El dolor es demasiado. No hay máscara que permita esconderlo.
La salud emocional está prácticamente quebrada. El conflicto, la tensión, el deterioro y la degradación son vectores que cruzan desde los vínculos afectivos hasta la capacidad de dormir una noche de corrido. A veces irascibles, otras apáticas, las personas van. Ni siquiera ellas pueden predecir ni controlar la aleatoriedad de sus emociones, a esta altura desbordadas. Con todo el invierno por delante, la sociedad llegó “al borde”.
En ningún lugar del mundo la segunda ola fue igual que la primera. En Argentina, mucho menos. No se puede entender 2021 sin comprender 2020. Son un continuo. Se está pagando ahora el costo económico y emocional de un confinamiento que hoy todos reconocen –en los dichos y en los hechos– como prematuro y extenso.
El efecto ilusorio de poder adquisitivo que hubo al comienzo por la conjunción de múltiples motivos –gastos que no se hacían + baja inflación por el cierre + ahorros + IFE y ATP– se rompió en la salida. Desde octubre del año pasado los argentinos se preguntan ¿qué pasó? La pregunta se tornó mucho más inquietante al diluirse el componente anestésico que se fue con el calor.
El choque con la realidad terminó siendo más violento de lo previsto. Tanto la sanitaria como la económica. En esa unidad conceptual y vivencial que transformó a 2020 y 2021 en un único tiempo que ya no se mide en días ni en meses sino en presencia o ausencia del virus (lo que denominamos en W y Almatrends como “El Hábitat Viral”) los números meten miedo. Los de lo uno y los de lo otro. En lo sanitario, los gobiernos y los medios los informan en tiempo real. Dan pavor. En lo económico, resulta inútil eludir que el año pasado las ventas de autos cayeron 25%; las de indumentaria, 35%; las de gastronomía y hotelería, 50%, y las de los shoppings centers, 60%. Solo resistió el consumo masivo, que terminó “empatado”.
Más allá de que en la apertura progresiva la economía recobró parte de su ritmo, el golpe sobre muchos sectores ya se había producido y sus consecuencias en términos de empleo y capital de trabajo fueron inevitables. No podía ser de otro modo, cuando concluimos el año con la segunda peor caída del PBI de la historia, -9,9%. En 2002, que fue la peor, la contracción fue de -10,9%, apenas 1 punto más.
Hoy los ciudadanos tienen muy claro que pandemia y economía van de la mano. Hasta que no mejore la primera, no ven de qué modo podría hacerlo la segunda. Por eso se sienten vulnerables e impotentes, una combinación letal. “Estoy mal y no puedo hacer nada por revertirlo”, es la consigna.
En los hogares se están produciendo implosiones silenciosas cuyas consecuencias dejarán cicatrices queloides, “marcas de guerra”. Saldremos, pero ese registro estará siempre allí. Solo más adelante lograremos adquirir verdadera dimensión de su magnitud. Ahora hay que cruzar el túnel, seguir andando, creer, aun en medio de penumbras que no pocos experimentan como tinieblas.
Esto es apenas una apretada y muy parcial síntesis de lo que amargamente encontramos en nuestro último relevamiento cualitativo y en el análisis antropológico de nuestro Lab de Tendencias sociales, ambos concluidos en mayo.
El novelista y ensayista italiano Alessandro Baricco acaba de sacar un pequeño libro al que él mismo calificó de urgente, analizando con una tesis tan arriesgada como lúcida las implicancias de la pandemia. Se titula “Lo que estábamos buscando”. Su planteo es que todo esto no es otra cosa que un límite, un freno que consciente o inconscientemente la humanidad provocó a fin de autoimponerse una restricción que de otro modo nunca hubiera ocurrido. La creación del estilo de vida contemporáneo, acelerado, fluido, vertiginoso, global que tanto nos atrae, nos divierte y nos tienta, era ya una criatura que se le había ido de las manos.
Atento a las implicancias de eso “que buscamos” y encontramos, Baricco le dijo al diario El País en una nota del 21 de mayo: “La ciencia ha calculado en modo impreciso las consecuencias médicas del virus: enfermos, contagiados, muertos. Pero no puede contar el sufrimiento, el malestar, la soledad, la depresión, el cansancio, el envejecimiento… No tiene un solo índice que mida todo eso. Y no se puede tomar una decisión sensata teniendo solo en cuenta lo que afecta a nuestro cuerpo y no a nuestro ánimo. Pero lo hemos hecho”.
No alcanza el punto de vista epidemiológico, ni el económico, ni el social ni el psicológico. Es todo eso junto y articulado. Y para poder hacerlo, hay un único prisma posible: la condición humana. Si no somos capaces de pensarlo desde allí, nunca terminaremos de entender de qué se trata lo que tiene a la gente “contra las cuerdas”.
Es en este punto donde vale la pena recurrir a la tesis que Terry Eagleton desarrolló en su libro “Esperanza sin optimismo”. Al optimismo lo acusa de banal, inconducente y, sobre todo, improductivo. “Puede haber muchas buenas razones para creer que una situación va a acabar bien, pero esperar que ocurra así porque eres optimista no es una de ellas”. En cambio, revaloriza la esperanza, a la que muchos confunden con el optimismo distinguiéndola claramente de él. Afirma Eagleton: “Esperar significa proyectarnos nosotros mismos con la imaginación en un futuro que consideramos posible”. Incluso describe una diferencia importante con uno de sus parientes cercanos: el deseo. “La esperanza se origina en el deseo, pero le añade un cierto empuje o entusiasmo”.
Es decir, la esperanza no es otra cosa que “deseo más expectativas” en el marco de lo posible. El imaginario de un lugar real, concreto, tangible donde llegar y las ganas, el entusiasmo y la convicción para ir hacia allí. Por eso la esperanza implica, irrenunciablemente, acción.
En nuestra hora más oscura, no seamos optimistas. Tengamos esperanza.
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