Una deuda que 40 años de democracia no pudieron saldar
El mundo de la pobreza se conforma, por una parte, de un 25% o 30% de pobres crónicos, entre los cuales el riesgo de pobreza extrema se ha duplicado en los últimos 10 años; por otra, de al menos un 15% de nuevos pobres exclase media (6 millones de personas)
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Según datos del Indec durante el primer semestre de 2023, la pobreza ascendió al 40,1% y, dentro de ella, la tasa de indigencia también aumentó, afectando al 9,3% de la población. Pero si bien estos datos no sorprenden dado el régimen inflacionario que degrada los ingresos de los hogares, en el marco de la crisis que transitamos, se tratan de datos que van quedando viejos. Durante los últimos meses, la situación habría empeorado aún más, y eso sigue sucediendo a pesar de la lluvia de medidas de alivio social dadas por el oficialismo. Ahora bien, los problemas que enfrentamos son mucho más complejos.
Si desentrañamos los datos oficiales, el mundo de la pobreza se conforma, por una parte, de un 25%-30% de pobres crónicos (de entre dos y tres generaciones), entre los cuales el riesgo de pobreza extrema se ha duplicado en los últimos 10 años; y, por otra, de al menos un 15% de nuevos pobres exclase media (6 millones de personas). Lejos de toda paradoja, el 48% de la población vive en un hogar que recibe asistencia pública y apenas tenemos 6,2% de desempleo abierto. Sin duda, la situación sería mucho peor si no tuviera lugar, detrás del consumo inflacionario -en gran parte generado por el gasto social-, un aumento de la demanda agregada de autoempleos informales de muy baja calidad, a partir de los cuales las familias pobres luchan por su supervivencia.
Es decir, un régimen económico estanflacionario que inhibe las inversiones, bloquea la creación de buenos empleos, extiende la informalidad y, como consecuencia, genera día a día más pobres y menos clases medias, es el que hace posible que los de abajo sobrevivan en la marginalidad, y que el sistema transite por una relativa paz social. Sin embargo, no es este el caso de los sectores populares y medios, de naturaleza aspiracional, para quienes la caída -tanto relativa como absoluta- no parece tener piso, y, peor aún, no tener salida.
Por lo mismo, la pobreza es apenas la manifestación de problemas mucho más cruciales, tanto económicos como políticos. Detrás de los datos de la pobreza está el persistente fracaso económico de una Argentina que sólo ofrece oportunidades de progreso al tercio superior de la pirámide social, al tiempo que se perpetúa la marginalidad en el tercio inferior, y se empuja hacia abajo al tercio intermedio, indefenso y vulnerable. En ese marco, no deben extrañar las expresiones de rechazo a la política en el comportamiento electoral. Quizás lo que deba sorprender es que la reacción no haya sido ni sea todavía mayor.
La sociedad argentina acumula varias décadas de mala praxis en materia de crecimiento, progreso social y distribución del ingreso. La situación se explica fundamentalmente por la escasa o nula voluntad de las elites políticas para asumir la tarea de montar de manera colaborativa acuerdos que permitan tanto salir de la crisis como garantizar un desarrollo sostenido con inclusión social. Un enorme vacío político que no deja de profundizarse en medio de la actual crisis. A pesar de que los discursos crispados, las promesas febriles o las medidas electorales de alivio social intenten distraer por un momento el cansancio, domina el fastidio y la anomia ciudadana. Ni liberales, ni republicanos ni populistas pueden escaparle a la responsabilidad de haber llegado a este estado de cosas.
En este marco, no sólo la pobreza, la marginalidad y la desigualdad se perpetúan como resultado de falta de política económica, sino que también se profundiza la desconfianza en los dirigentes, los partidos, los poderes de la República. La pérdida de legitimidad social se extiende a los medios de comunicación, empresas privadas, sindicatos, movimientos sociales e incluso a las iglesias. Crecen los sentimientos antisistema que hacen posible la emergencia de discursos autoritarios e irracionales. La situación es francamente crítica, pero no sólo en clave al sostenimiento de la paz social, sino también de la legitimidad de la democracia y de sus instituciones.
Estamos transitando una crisis fractal, un fin de ciclo, el fin de un régimen económico y político fallido. Pero a no confundir, el problema no son las instituciones democráticas, en tanto que constituyen apenas una valiosa caja de herramientas que requiere de hábiles orfebres; ni mucho menos un pueblo que la lucha paciente y decentemente todos los días para sobrevivir en paz, pero que demanda soluciones que la acción política no garantiza.
Un compromiso central de las democracias maduras ha sido, en un marco de libertades políticas, crear condiciones para el crecimiento, el progreso y la movilidad social, elevando el piso de oportunidades de bienestar y reduciendo injusticias sociales. En nuestra joven democracia este compromiso todavía no ha logrado instituirse, ni como práctica política ni como mandato moral entre las dirigencias. La lucha por el poder en sí -interés particular inmediato-, y no para sí -interés estratégico colectivo-, ha dominado la escena política.
Son las dirigencias de toda naturaleza las que deben reconvertirse y encarar de manera urgente un “acuerdo” de reformas económicas, políticas y sociales que nos saquen de la crisis. La buena noticia es que más por espanto que por amor están dados los incentivos y las condiciones materiales para que ello ocurra. La mala noticia es que todavía son insuficientes las señales en dirección a este objetivo al interior mismo de la clase política. Mientras esto no ocurra, la pobreza, la desigualdad y el malestar social continuarán creciendo, y la democracia debilitándose, incluso en su capacidad de encontrar formas de autopreservación.
El autor jefe del Observatorio de la Deuda Social Argentina/UCA - UBA/CONICET
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