Un país que espera cambios estructurales
El año 2016 significó sin duda un trance complicado para muchos ciudadanos. A nivel del discurso social, para no pocos, los ajustes económicos implicaron un deterioro con respecto al ciclo anterior; para otros, la situación crítica no habría sido muy diferente a los años previos, a la vez que las medidas compensatorias adoptadas habrían permitido pasar el temporal; incluso, para algunos, el giro político-económico habría abierto una llave de renovadas expectativas y mejores oportunidades. Pero si bien es posible que estas expresiones contradictorias constituyan el acertado reflejo de una transición polivalente, faltan elementos de juicio suficientes para validar, refutar o especificar estas y otras realidades polémicas acerca de la historia reciente de nuestro país.
Al menos para el período 2010-2016, a partir de datos estadísticos del Observatorio de la Deuda Social Argentina (no contradictorios con las pocas estadísticas oficiales), sabemos que: 1) el desempleo y la precariedad laboral crecieron los últimos cinco años y que 2016 no fue menos grave en ese sentido, afectando actualmente a casi 50% del total de trabajadores, a más de 30% de los asalariados y a casi 70% de los pequeños empleadores y trabajadores autónomos; 2) la pobreza por ingresos, luego de caer hasta 2008 y crecer con la crisis de 2009, volvió a caer en 2011-2012, para luego volver a subir, después estancarse, y otra vez aumentar durante 2016, dejando finalmente en la pobreza a no menos del 33% de la población urbana; 3) si bien la infraestructura social no dejó de mejorar durante estos años gracias a la obra pública, algo anduvo mal: el hábitat urbano, así como los servicios de educación, salud y justicia, continuaron deteriorándose, reproduciendo injustas desigualdades y dejando a más del 15% de los hogares en situación de extrema exclusión; y 4) el tejido social conformado por los recursos psicológicos, las redes de apoyo y el sentimiento de cohesión social tampoco dejó de sufrir un proceso de degradación, afectado tanto por la inestabilidad económica como por la inseguridad, toda vez que las respuestas a cargo del Estado siguen siendo insuficientes.
En este contexto, si bien parte del debate político gira en torno de cuánto de la actual situación es responsabilidad de la herencia recibida o cuánto cabe imputarle al nuevo gobierno, la historia real del país transita por otros andariveles. Y nada parece haber cambiado que permita afirmar la existencia de un cambio estructural en un sentido progresista. Ni siquiera contamos (ni antes ni ahora) con un plan estratégico a partir del cual poner en debate las encrucijadas.
Entre los múltiples escollos estructurales con efectos sociales regresivos que siguen pendientes de resolución, cabe mencionar: 1) la inviabilidad socioeconómica de un modelo productivo y de inserción internacional fundado exclusivamente en una creciente especialización de actividades primarias agroextractivas; 2) la ampliación de las desigualdades sistémicas en materia de productividad y acceso a recursos de inversión a nivel de empresas, sectores y regiones, con efectos directos sobre el crecimiento, la precariedad laboral, la pobreza y la marginalidad social; 3) el creciente deterioro y atraso absoluto del capital humano y social al que logran acceder amplias capas de las nuevas generaciones, afectando la apropiación y difusión de recursos científico-tecnológicos y de derechos políticos y sociales; 4) la masificación de patrones de consumos suntuarios no sustentables en lo económico, social y ambiental, a la vez que con costos desiguales a nivel del hábitat social; y 5) la persistencia de déficit fiscales asociados a subvenciones injustas e ineficientes, a la vez que se mantienen estructuras tributarias asfixiantes y regresivas que frustran la propia capacidad de innovación, trabajo, ahorro e inversión de los hogares emprendedores.
Si bien seguramente no son las únicas cuestiones que debe enfrentar la sociedad argentina en esta nueva etapa, son clave para cambiar la historia de fracasos y desilusiones en materia de deudas sociales. De ahí que quizá la mejor noticia para este año que acaba de arrancar no sea la esperada caída de la inflación ni que se concrete la reactivación económica tan prometida, sino el hecho de que, para cumplir con sus promesas, el Gobierno está cada vez más obligado –sea por vocación o necesidad– a poner en la agenda estos temas. Ojalá sea así, dado que puede ser una oportunidad histórica para que la sociedad y los sectores dirigentes tomen conciencia, debatan sin prejuicios y resuelvan en democracia y con valentía las contradicciones de un país que requiere de cambios estructurales.