Un cambio de régimen fiscal para evitar votos y vetos
Aunque quieran barrerlo debajo de la alfombra, los sistemas jubilatorios de la Argentina, tanto el nacional como los provinciales, hace tiempo están quebrados
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Antes de pasar a la cuestión general que quiero plantear, empiezo con un caso particular de rigurosa actualidad, el ajuste de los haberes jubilatorios que fue votado en el Congreso y que será vetado por el Poder Ejecutivo.
Aunque quieran barrerlo debajo de la alfombra, la realidad es que los sistemas jubilatorios de la Argentina, tanto el nacional como los provinciales, salvo alguna honrosa excepción, hace tiempo que están quebrados.
Si bien siempre resulta difícil “fechar” el comienzo de un ciclo histórico, se pueden resaltar algunos hitos de la historia previsional de las últimas décadas. La estatización y confiscación del sistema de capitalización, en lugar de una reforma que redujera costos administrativos y encontrara una solución para los asalariados de menores ingresos incapaces de ahorrar lo suficiente para un retiro digno. Las sucesivas moratorias, que duplicaron la cantidad de jubilados sin duplicar aportes al sistema -en lugar de un régimen focalizado en los sectores más pobres con un subsidio universal a la vejez (ahora la PUAM)-. O la llamada “reparación histórica”, que destinó un ingreso por única vez para financiar un flujo permanente. Todos estos mojones, fueron votados en el Congreso y, arriesgo sin temor a equivocarme, por los mismos legisladores, o al menos, los mismos partidos políticos, que hoy se rasgan las vestiduras “por el bienestar de nuestros mayores”.
Toda esta saga, enmarcada en años de estancamiento económico y el fenomenal crecimiento de la economía informal, que llevaron a la relación actuarial entre aportantes y jubilados a valores insostenibles.
Para financiar este desaguisado se recurrió a una combinación de desvío de recursos de impuestos generales hacia el sistema jubilatorio y, como no podía ser de otra manera, a licuaciones de diversa intensidad.
Respecto del desvío de recursos, caber recordar que aproximadamente el 25% de los pagos de jubilaciones se financian con la asignación específica de impuestos generales y, cuando estos fondos no alcanzan, se cubren con transferencias directas del Tesoro, de manera que no alcanza con que “suban los salarios”, como sostienen algunos.
Respecto de la licuación, la reducción en términos reales de los haberes jubilatorios no ha sido patrimonio exclusivo de la actual administración, ni mucho menos. La última administración kirchnerista redujo el gasto en jubilaciones en casi 2% del PBI. Y todos, además, recurrieron al achatamiento de la pirámide de haberes, licuando más a los haberes más altos, dando lugar, dicho sea de paso, a contingencias por juicios que engrosan cada año el gasto presupuestario.
Aclarado este punto, en donde casi toda la clase política -no quiero ser injusto con algunos/as extraordinarios/as legisladores/as- se encargaron de ser parte del problema y no de la solución, quiero introducir una propuesta de fondo, vinculada con la necesidad de un verdadero cambio de régimen en la manera en que se debería legislar cualquier incremento del gasto público, sea un ajuste de las jubilaciones, sean fondos reservados para el espionaje.
En efecto, además de respetar el equilibrio fiscal, y cerrada la canilla del financiamiento monetario del Banco Central, la Argentina no tolera más aumento de impuestos o mayor endeudamiento público.
Insisto, independientemente de lo justificado que pueda ser un determinado incremento del gasto, sería muy útil una norma que obligara a que cualquier aumento del gasto público, sea propuesto por el Poder Ejecutivo o por los legisladores, incluya en la misma norma qué otro gasto público se reduce para financiarlo, y todo auditado por la Oficina de Presupuesto del Congreso. De esta manera, se revelarían las preferencias y las prioridades, tanto del Poder Ejecutivo como de los representantes del pueblo y de las provincias, y se respetaría la restricción presupuestaria que necesita la Argentina de hoy.
Y esto me lleva al último punto que quería hacer, combinando la cuestión fiscal con los problemas coyunturales y estructurales que hoy enfrenta la economía argentina.
Es un dato, no una cuestión de opinión, que la Argentina ha estado perdiendo competitividad cambiaria en los últimos meses, por la reducción del colchón generado por la devaluación del 13 de diciembre pasado, y dado el crawling peg activo del 2% mensual, inferior a la tasa de inflación. Esto se da en un contexto heredado de reservas netas en rojo y deudas acumuladas explícita o implícitamente -stock de pagos pendientes de importaciones, giros de dividendos, bonistas, organismos multilaterales-, agravado por un shock externo negativo en el precio de nuestros productos de exportación, en la depreciación del real brasileño y en un escenario financiero de extrema volatilidad (recordar que sin reservas en el Banco Central los shocks externos negativos se magnifican).
También es un dato de la realidad que la productividad de nuestra economía ha empeorado en las últimas décadas, con la caída de la inversión neta del sector privado, el desastre de corrupción y malas prioridades de la infraestructura pública, tanto en generación y transmisión eléctrica, la hidrovía, puertos, caminos, etcétera, solo disimulado por el estancamiento económico. Sumado al deterioro de la calidad de los bienes públicos propiamente dichos (incluyendo el servicio de justicia).
Si este problema de competitividad externa no empieza a solucionarse, aun cuando se consiga endeudamiento con inversores de distinto origen o a través de un superexitoso blanqueo, más temprano que tarde el ajuste será inevitable, sea en “precio” (por salto devaluatorio), sea en “cantidades” (por recesión).
Es en este contexto en el que la estrategia de postergar hasta después de la elección de medio término la verdadera reforma en las relaciones laborales y un pacto serio de cambio en la relación fiscal nación-provincias, que permita la reducción del sesgo anti exportador de nuestra economía y acelere la recomposición de nuestra infraestructura y bienes públicos, puede ser políticamente una solución, pero económicamente un gran problema.
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