Un año que fueron tres, y un 2022 arduo y complicado
El año que termina contuvo varios años en uno. Por lo menos tres. El primero duró hasta Semana Santa, con la falsa ilusión del final de la pandemia y la posibilidad de eludir la segunda ola. Eso no ocurrió. De hecho, el segundo round de la pelea contra el virus fue durísimo. Con un confinamiento más corto, pero con consecuencias sanitarias que afectaron profundamente la vida de los argentinos.
Ese fue “el segundo año”. Entre el lunes 5 de abril y el mes de agosto. Resultó “eterno”. Sobre todo por lo inesperado. Buena parte de la gente había creído que no “volvería a pasar por ahí”. La experiencia que nos llegaba del hemisferio Norte mostraba que el destino estaba escrito. Pero en su momento se prefirió desconocer la profecía que resultaba, al calor del verano, insoportable. Finalmente, el avance del proceso de vacunación, el acertado registro del agobio tanto emocional como económico de los ciudadanos, más la cercanía del proceso electoral hicieron que se produjera la ansiada apertura.
Formalmente el 21 de septiembre, en los hechos fue algo progresivo que nos introdujo en la tercera etapa de 2021 desde el octavo mes del año. En retrospectiva, esos tres 2021 pueden catalogarse como “la anestesia del verano”, “el oscuro túnel del invierno” y “la salida de la primavera”. Fueron “las tres estaciones” de la segunda etapa del trauma.
La primera quedará signada en la memoria colectiva como el shock de 2020. Todo eso junto se condensó en la herramienta democrática más efectiva que tienen los ciudadanos para dar a conocer públicamente mucho de lo que en parte dicen y en parte ocultan en privado: el voto. Fuimos a votar en medio de un drama con las emociones a flor de piel.
Mañana se cumple un mes de esas elecciones generales. Parece un siglo. Superada la tensión propia de un proceso electoral tan inédito, vale la pena detenerse a analizar qué fue lo que nos dijeron las urnas sobre el humor social.
Especialmente para mirar con qué sensibilidad y en qué frecuencia ingresa esa sociedad a un año 2022 en el que la economía cotidiana –inflación, empleo, capacidad de consumo, posibilidad de ahorro– dominará la escena.
En definitiva, accesos y restricciones. Una problemática que promete condicionar prácticamente todo lo demás. Y que, para peor, ya ni siquiera se trata únicamente de un fenómeno local, sino que se ha vuelto global. Lo que en nuestro caso le agrega una segunda derivada preocupante a las fragilidades estructurales de una economía que aún hoy –incluyendo el 10% de recuperación de este año– es 5% más chica que en 2011 y 14% más chica que hace una década si la medimos por habitante.
El mundo enfrenta un fuerte retorno de la inflación después de décadas de haberla borrado del mapa. Para la principal potencia económica del planeta, hoy ese es “el tema”. Estados Unidos cierra este año con un alza de los precios del 7% promedio y del 23% en los alquileres. En Europa y América latina el flagelo de la pérdida de valor del dinero gana agenda. Alemania cerraría 2021 con más del 5% de inflación: España, cerca del 6%; México, 7%; Brasil, 11%, y Turquía, 21%.
La Argentina, hace tiempo que conoce de memoria de qué se trata. Hoy encabeza el ranking (apenas con un par de excepciones), con 51%.
Un mundo inflacionario, para un país que arrastra 2300% de inflación acumulada en 10 años, es un problema aún más grave que el que ya teníamos. Inflación al cuadrado. Adentro y afuera.
En ese contexto es qué hay que leer para atrás para poder proyectar hacia adelante. ¿Qué dijo la gente finalmente con su voto?
Pecado original
El pecado original del Gobierno, desde la perspectiva mayoritaria de la población, fue la extensión de la cuarentena, potenciado por el tono y el modo con el que se la gestionó. Lo que se hizo y cómo se lo hizo. Así como gran parte de la sociedad se tuvo que hacer cargo este año de las pérdidas del año pasado –desde las económicas hasta las emocionales–, a la hora de votar de manera explícita una relevante proporción del electorado buscó equilibrar la balanza: “Yo perdí, vos también”.
La historia demuestra que, frente a los momentos críticos, los seres humanos juzgan luego de manera implacable la reacción de los otros en esa instancia límite. Muchos no pueden hacerlo en simultáneo con el devenir de los hechos porque son pocos los que tienen la capacidad de vivir la escena y a la vez poder retirarse para observarla.
Pero cuando los acontecimientos decantan, la mirada retrospectiva construye la prospectiva.
Entre el pasado y el futuro se filtra el presente. Dicho de manera práctica y concreta: si en ese momento extremo actuaste así, proyecto cómo vas a hacerlo más adelante y por eso tomo esta decisión hoy. Este parece haber sido el mecanismo que modeló el resultado electoral. Cansadas y tristes, millones de personas emitieron un “voto hastío”, que es un grado superior, fastidioso, incómodo, enojoso, del agotamiento. Sabían que el 15 de noviembre a la mañana no cambiarían demasiado las cosas.
Eran conscientes de que no se trataba de una elección presidencial y que en todo caso lo máximo que podían hacer era poner un límite, un freno, un dique de contención a un modelo de gestión, y sobre todo, a ese tono y ese modo que hirió su sensibilidad más profunda.
Sin embargo, esa pulsión fue creciendo con los meses y lucía liberadora, catártica y a la vez, en la mirada de esos votantes, esperanzadora.
Para los argentinos, la pandemia más la cuarentena fue “nuestra guerra”. La analogía no es caprichosa, dado que si bien el fenómeno fue global, transversal y simultáneo, cada uno se tiene que hacer cargo de lo que le toca. Los números son contundentes: vivimos, por lejos, la peor catástrofe humanitaria que haya atravesado este país. Más allá de que en el contrafáctico siempre podría haber sido peor, con lo que tuvimos alcanza y sobra. La sociedad que fue a votar estaba de duelo.
Esa “guerra” en el imaginario colectivo duró “dos años” con todas sus etapas adentro. La salida fue, cómo ocurre en toda “posguerra” contradictoria, ambigua, confusa. Por un lado, la alegría de haber sobrevivido. Por el otro, el violento encuentro con la realidad. Al salir de la “caverna digital”, los argentinos vibraron y tocaron todo lo que habían perdido. Dimensionaron las ausencias, registraron los estragos, resignificaron hechos e instantes que quedaran grabados en su memoria para siempre, tocaron las cicatrices, se tropezaron con los escombros.
Dos de cada tres electores, ciudadanos, personas, en el fondo, seres humanos, sintieron que con su voto estaban enviando un mensaje. Pero además, en esta ocasión tan particular, única, inédita, extraordinaria, como nunca, la elección se trató para ellos de poner las cuentas en orden.
Habiendo dicho lo que tenían para decir, y dejando más que claro lo que pensaban y sentían, se encaminan hacia un 2022 que presumen arduo, trabajoso, complicado, incierto, vidrioso.
Los economistas les dan la razón. En sus últimas proyecciones prevén un año que, si todo sale bien, sería “gris”. Crecimiento del 2,5%, pero con una persistente inflación del 52% y un desempleo estancado en la zona del 10%.
Se aprestan a comenzar 2022 rogando por un verano tranquilo y con un interrogante que los desvela: ¿se habrá entendido el mensaje?
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