Tres claves para hacer un país normal
Nunca en la historia contemporánea de nuestro país han coexistido la vigencia de un Banco Central independiente con tipo de cambio flotante, un gobierno transparente que crea en la democracia republicana y en la independencia de los poderes y un fisco bajo control que le dé sustentabilidad de mediano plazo al programa económico. Esa triple combinación no asegura por sí sola el éxito de un programa económico en términos de crecimiento de la economía y reducción de la pobreza, pero conforma una base que ha sido transversal en los países emergentes más exitosos de las últimas décadas.
Por supuesto que hay excepciones: China no se caracteriza por su fervor democrático ni por su transparencia. Pero en la región el tridente ha funcionado muy bien. De hecho, Brasil se despegó del grupo de los exitosos apenas perdió la salud fiscal y se hizo notoria su falta de transparencia, y Chile merodea peligrosamente también por los arrabales del populismo fiscal con daños evidentes sobre su tasa de crecimiento económico. El pobre desempeño del Ecuador dolarizado y la dramática agonía de la tiranía de Maduro en Venezuela también alimentan el caso a favor del trío de condiciones necesarias como una combinación deseable en la búsqueda de la prosperidad.
A lo largo de nuestra historia reciente, el gobierno de Raúl Alfonsín adscribía en forma irrestricta a las ideas de transparencia y democracia republicana, pero falló en estabilizar la situación fiscal y cambiaria, mientras que el de Carlos Menem logró poner al fisco bajo control durante parte de su gestión, en medio de una enorme opacidad en términos de transparencia y de un tipo de cambio fijo sobrevaluado que tuvo en jaque al mercado laboral durante una década.
La familia Kirchner heredó un tipo de cambio flotante y un fisco en superávit, pero el tiempo mostró que ambas políticas habían sido solo circunstanciales. La transparencia y la adscripción a la modernidad republicana nunca formaron parte del ADN de esa familia.
La gestión de Cambiemos da señales de aceptar las reglas de la democracia republicana, negociando leyes en el Congreso y aceptando los fallos de la Corte, a la vez que ha dotado al Banco Central de una independencia tal que han coexistido tasas de interés en pesos del 38% aun en medio de una recesión no desdeñable. En el plano fiscal, el Gobierno promete reducir el déficit gradualmente, para llegar al equivalente al del resto de las economías del mundo en 2019.
Dicha maniobra no es necesariamente incompatible con la estabilidad macroeconómica, siempre y cuando el déficit pueda ser financiado mediante la colocación de deuda y no mediante el uso ilimitado de la emisión monetaria a la que apelaba el gobierno precedente. Para ello es necesario que el mercado de capitales crea que finalmente el déficit será reducido y que la capacidad de pago del país se mantendrá en el tiempo. El Gobierno juega aquí al límite. Si el mercado es capaz de financiar el gradualismo fiscal de la Argentina, el trío del éxito puede haber sido puesto a funcionar por primera vez en nuestra historia contemporánea, lo que debería rendir sus frutos en un plazo no tan largo.
A la larga, el tipo de cambio flotante permite absorber mejor los shocks externos, la menor emisión termina generando una menor inflación y la división de poderes y la transparencia generan más inversión y mejor infraestructura, como lo prueba por contraste la experiencia del kirchnerismo.
En el largo plazo todos estamos muertos, dijo Lord Keynes. Sin embargo, el ciclo económico de la Argentina es tan previsible que permitía en 2015 anticipar la recesión de 2016, así como permite en ahora anticipar la reactivación de 2017. Nunca que el peso se devaluó en términos reales la economía creció durante ese año, aunque se sembró la semilla para rebotar al año siguiente. Así lo muestran las experiencias de 2002, 2009, 2014 y 2016: cuatro devaluaciones y cuatro recesiones seguidas de tres recuperaciones observadas (2003, 2010, 2015) y la muy predecible de 2017. Es que el caso inverso tiene casi tanta potencia como el anterior: siempre que se combinaron algo de apreciación cambiaria con reformas y entrada de capitales la economía creció. Ese parece ser el signo de 2017, cuando las paritarias salariales generarán aumentos superiores al 25% que le complicarán la vida a un Banco Central que quiere bajar la inflación al 17%, pero le harán la vida más fácil a los políticos del oficialismo que podrán transitar las calles con salarios creciendo en dólares y ganándoles a los precios.
Los perdedores serán quienes compiten contra el resto del mundo en sectores de baja productividad, a quienes probablemente el tipo de cambio les alcanzará menos en 2017 que este año. Habrá sábana corta por mucho tiempo en la Argentina hasta que la inversión tome la posta del crecimiento, los salarios se negocien mirando la inflación futura y los movimientos cambiarios se trasladen a precios con una menor intensidad que la actual.
Al mundo de hoy le sobra lo que Argentina necesita de forma abundante: financiamiento. No es casualidad que este país, que repetirá en 2017 por tercer año consecutivo un déficit fiscal cercano al 7%, pague para endeudarse la tasa en dólares a 10 años más baja de su historia: 6%. Con la tasa en Estados Unidos en 1,5% y en 3,5% en nuestros pares regionales, el mercado probablemente seguirá mirando con cariño a este gobierno extraño, reformista en lo económico, pero casi exasperantemente gradual en lo fiscal, que quiere que su trío de variables no se convierta en un dúo.
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