Todos somos Josko: los siete amagues que nos comimos con la agenda de la disrupción
Hay varias tendencias vinculadas con las tecnologías que parecía que revolucionarían las sociedades y que, sin embargo, quedaron frenadas
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En el mundo, los fanáticos del futbol conocen a Josko Gvardiol por su carrera fulgurante. Con solo 22 años se convirtió en agosto pasado en el segundo defensor más caro de la historia, con su pase al Manchester City, por US$90 millones. Para la afición argentina, en cambio, el recuerdo está menos ligado a la Premier League de Inglaterra y más al último Mundial de Qatar: Gvardiol fue el defensor croata que se comió siete amagues de Lionel Messi en la semifinal, antes del gol de Julián Álvarez. Llevaba una máscara en ese partido.
Aclaración al lector: esto no es una nota de LA NACION deportiva. Los siete amagues pueden ser un punto de partida para armar un ranking de esas tendencias de cambio que se venían con todo, que pintaban para comerse la cancha (para seguir en tono deportivo) y que terminaron desparramadas en el piso. “Todos somos Josko Gvardiol”, dice el creativo Nicolás Pimentel, que tiempo atrás armó un ensayo-charla-reflexión en torno a este ida y vuelta.
“Lo que le pasó al jugador croata nos pasa a muchos con las tecnologías y los cambios en general. En los últimos años nos comimos seguramente más de siete amagues: llega algo nuevo, hablamos de eso porque ‘lo va a cambiar todo’ y luego queda en la nada, o casi”, cuenta Pimentel.
El creativo, director de la agencia Becoming, hizo una lista de algunos de los principales amagues. En general, las proyecciones se prometen para “cinco años”, y esto no es casual, sino que es música para los oídos del mundo del capital del riesgo, que aspira a recuperar y multiplicar la inversión en un lapso lo más corto posible. En 2013, por ejemplo, se aseguraba que las casas y edificios que habitaríamos en cinco años surgirían de impresoras 3D, por ejemplo. Los vehículos autónomos fueron otro gran amague: hay centenares de notas de la década pasada prometiendo para este momento millones de autos sin conductor en las calles y rutas.
La lista de los siete amagues a Gvardiol versión agenda de innovación podría completarse, sigue Pimentel, con los Google Glasses, los Pokémon Go y la realidad aumentada, el fin del 100% del trabajo presencial pospandemia o los club houses (red social de audio).
Y, por supuesto, con la pinchadura más grande de burbuja del último ciclo, la que tiene que ver con el Metaverso, los NFT y varios aspectos del denominado mundo Web3. El futurólogo Max Read publicó el 20 de octubre último un ensayo que alude a un posible “indicador de amague”: “El tecno-optimismo es un signo de crisis del capital de riesgo (los VC)”. Read explica que cuando hay un exceso de discurso en esta línea, mejor ajustarse los cinturones.
Su análisis parte de un Manifiesto del tecno Optimismo, que publicó hace unas semanas el inversor Marc Andreessen, un texto de 5000 palabras que cita a Nietzsche y a Carrie Fisherm y que concluye: “Es tiempo de ser un tecno-optimismo. Es tiempo de construir”. Read recuerda que Andreessen escribió otro ensayo hace tres años y medio, en el cual también decía que era “tiempo de construir”, y sostiene que en ese lapso su fondo se dedicó a destinar decenas (sino centenares) de millones de dólares a firmas cripto y del metaverso, que, según Read, estuvieron bastante alejadas del verbo “construir”.
Y, hablando de verbos, Pimentel tiene una primera sugerencia para aceitar este “detector de humo” o de amagues: cuando una tecnología se vuelve un verbo es señal de que la gente lo está usando realmente, y, por lo tanto, hay que tomar en serio a la innovación en cuestión. Pasó, por ejemplo, con “googlear”, “instagramear” y, en los últimos meses y al ritmo del auge de la inteligencia artificial generativa, con “promptear”.
Por el contrario, cuando a esa tendencia se la vende “desde lo que la gente va a ser en el futuro y no desde el uso concreto que tiene hoy, es una señal de que podemos estar frente a un lindo amague”, sostiene. Y mucho más cuando esa promesa incluye un cambio de hábitos o de conductas, que son extremadamente difíciles de modificar a nivel masivo.
Para el futurólogo y tecnólogo argentino Marcelo Rinesi, la base del amague es la percepción anticipada: “Messi se inclina en una dirección y tu cerebro asume que se está moviendo para ahí. Zuckerberg anuncia el pívot al video, y los medios prácticamente dan por sentado un mundo sin textos. En el deporte se explotan las expectativas cinéticas, pero en tecnología la mitología fundamental es una forma mal digerida y superficialmente entendida de ciencia ficción”, explica.
Un ejemplo, según su opinión, tiene que ver con los miedos y riesgos actuales con la IA generativa: “En buena parte es a nivel colectivo: los miedos/esperanzas sobre inteligencia artificial en estos tiempos tienen muchísimo más que ver con ideas mal recordadas de ciencia ficción que con características técnicas. La presunción casi inconsciente es que si alguien en una empresa hace un prototipo que se parece mucho a un tópico popular de ciencia ficción, entonces hay prácticamente una certeza de cómo va a suceder y de qué consecuencias va a tener. La enorme mayoría de la regulación sobre IA en discusión tiene más que ver con impedir pesadillas de superinteligencias autónomas que ‘escapan del laboratorio’, que con riesgos de seguridad industrial o regulación comercial”.
Y aquí hay incentivos económicos claros, porque es negocio (para founders e inversores) crear tecnologías que reflejan conceptos de ciencia ficción, incluso si son enteramente negativos, simplemente porque la plausibilidad automática que viene de la coherencia con la mitología tiene muchísimo valor financiero.
El problema, sigue Rinesi, es malinterpretar la ciencia ficción como predicción. “La ciencia ficción es exploración conceptual, no predicción o análisis tecnológico. Ray Bradbury exploró el potencial lírico y poético de Marte, no hizo astrobiología”.
Hay muchísimas formas de amague, cada una basada en diferentes mitologías, presunciones sobre el mundo, instintos mal calibrados. Casi siempre es una mezcla de error intelectual honesto, sensación de plausibilidad no analizada, conveniencia de marketing y fraude deliberado, segura el científico de datos. Una forma de reducir los amagues que nos comemos como sociedad es sospechar de la plausibilidad inicial de un concepto –tomar el “me suena” como señal de alarma– y confiar más en el análisis específico.
Y luego están los “antiamagues”, los caños que nos hacen sin que los veamos venir. “Si solo pensás en lo que ‘luce como el futuro’, culturalmente no ves cosas incluso más extrañas e influyentes que pasan no fuera del radar, pero sí fuera de tu vocabulario de futuros”, concluye Rinesi, que reflexiona más largo sobre esto en su sitio en Medium.
La semana pasada entrevisté al neurocientífico de Stanford Andrew Huberman para una nota del suplemento Bienestar de LA NACION. El divulgador tiene un concepto interesante para sumar a la discusión sobre amagues y caños: “Consideren estas áreas de la ciencia que hasta hace poco nos eran muy extrañas y hoy tienen apoyo federal y cientos de laboratorios e instituciones trabajando en ellas: Estudios de microbioma intestinal, psicodélicos, respiración deliberada, etcétera. Te hace preguntar: ¿qué de lo extraño de hoy pronto entrará en el foco central?”.
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