Sin viabilidad económica, no hay política para el día después
Después de la derrota en las PASO, el Gobierno decidió reconstruir gobernabilidad apelando a la política. O tal vez, para ser más precisos, a la política de los nombres. Ese viejo recurso de usar a ciertas figuras capaces de aportar alguna cuota de poder y expectativas de una gestión más eficaz de ese poder. Sin embargo, en los últimos años no existe evidencia alguna del efecto sanador –en términos de política o de economía– de los nombres propios. Son las razones por las que las personas llegan a los cargos las que pueden dar pistas de una mayor o menor estabilidad.
Tanto en el gobierno nacional como en el de la provincia de Buenos Aires, hubo un desplazamiento de poderes (un reequilibrio) que no rompe con la lógica de la coalición que es el Frente de Todos, pero que intenta modificar su simbología y su discurso predominante.
Porque para gran parte de las bases peronistas y muchos de sus dirigentes del interior, la simbología y el discurso están alejados –tanto en fines como en medios para alcanzarlos– de las prioridades de un país en crisis.
Frente a esas prioridades, las decisiones adoptadas no han hecho otra cosa que comprometer un poco más los desequilibrios macroeconómicos.
Todos queremos creer (tenemos la obligación de la esperanza, diría Borges) que lo que el Gobierno está haciendo es solo algo transitorio con el fin de revertir el resultado de las PASO. Pero una gran mayoría de los argentinos no ven ninguna señal que les permita mejorar sus expectativas.
Las propuestas políticas, si bien requieren tener un componente inspiracional o un aspecto motivador, no pueden ser un ejercicio de voluntarismo, sino que deben poder responder a un conjunto de interrogantes que hacen a su propia sustentabilidad.
La sustentabilidad macroeconómica es una de ellas, pero también la social, la ambiental y la conceptual, entendiendo esta última como la pertinencia de que un determinado tema sea objeto prioritario de una política pública.
Cualquiera sea el resultado electoral, más o nuevas políticas no sustentables serán la antesala de más frustración colectiva. Solemos decir que las elecciones expresan un mensaje y una enseñanza, pero ocultamos que los gobiernos que pierden las elecciones lo hacen muchas veces por no atender los mensajes que estaban recibiendo, y esa sordera es perdurable.
En tal sentido, si el Gobierno lograse dar vuelta el resultado de las PASO el domingo 14, será difícil que dentro del oficialismo no se arraigue aún más la creencia de que el gasto público paga y que el déficit fiscal, no importa cómo se lo financie, es bueno y necesario.
Y si se mantienen los resultados, lo más probable es que el diagnóstico sea que se hizo poco y tarde.
En ambos casos, la supuesta austeridad del ministro Martín Guzmán quedaría aún más desprestigiada, lo que condicionaría cualquier atisbo de contención fiscal (y monetaria) hacia adelante, justo en medio de las negociaciones para llegar a un acuerdo con el FMI.
Y es aquí donde reside el cuestionamiento más legítimo a la lógica de gobierno, a la ilusión de poder seguir financiando una lista de acciones y derechos –sin entrar a juzgar sus contenidos y alcances– sin medios de financiamiento adecuados. Las democracias tienen la responsabilidad de entender que la voluntad política no es performativa; las fuerzas políticas deben crear las condiciones objetivas para las transformaciones que quieren encarar, y esas condiciones se llaman así porque ponen límites, son las que dan forma y encuadran la acción de gobierno.
Si los sectores vinculados a los movimientos sociales ya comenzaron a despegarse del modelo distribucionista reclamando empleo, poco debería faltar para reconocer que la creación de empleo está condicionada (esa palabrita, una vez más) por el estímulo y las facilidades para la inversión, la eliminación de obstáculos a la contratación (no se trata de desconocer derechos, sino la modalidad de su financiamiento y la responsabilidad de su ejercicio) y una política fiscal equilibrada y consistente.
El Gobierno, en estos días contradictorios, llama al diálogo, pero no escucha. Reclama que le den la razón, pero se niega a abrir en profundidad un diagnóstico de lo que ocurre y sus razones, y un pronóstico de lo que ocurrirá si se empeña en sostener medidas contradictorias con las leyes de la economía y resucitar fórmulas de abordaje de los problemas económicos que nunca funcionaron.
El error, en este caso, no es de teoría económica, sino de comprensión política.
En síntesis, el debate acerca de si primero se requiere corregir la política o si lo primero debe ser la economía parece ya tan viejo como lo del huevo o la gallina. La evidencia empírica parece volverlo cada día más innecesario: se puede construir toda la gobernabilidad que se desee, se puede hacer a partir de ella toda la política que se quiera, pero si no se usa para resolver los problemas económicos, cualquier construcción de poder luce quebradiza y poco duradera.
Porque, después de todo, no hay política sin viabilidad económica.
Los autores son miembros del Consejo Asesor de Llorente y Cuenca Argentina
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