Sin industria no hay Nación
En distintos momentos históricos, dos referentes de la élite argentina le manifestaron la necesidad de alterar el patrón productivo del país, reduciendo las voluminosas tasas de ahorro y de consumo suntuario derivadas de la renta agropecuaria y financiera, para invertirlas en industrias. Ambos apostaban a la generación de un modelo de desarrollo sustentable, por la menor dependencia externa y, socialmente armónico, por la generación de empleo.
Imaginaban que los privilegios de la clase dirigente argentina sólo podrían mantenerse si se producía esta migración hacia un nuevo liderazgo económico y social, de fuerte cuño industrialista. Estas apelaciones surgen en un escenario donde la Argentina, con su ya débil modelo agroexportador, aparecía duramente impactada por sendas crisis internacionales. En 1892, Carlos Pellegrini alertaba a la generación del 80 que "sólo vendiendo pasto no se construye una Nación", palabras que serían inmortalizadas como "sin industria no hay Nación".
Del mismo modo, sobre el final de los años treinta, Federico Pinedo advertía que los desequilibrios derivados del crac del 29 no se solucionaban con la reinserción en el alicaído Imperio Británico, tal cual lo planteaba el pacto Roca-Runciman, sino vertebrando las industrias emergentes e integrando socialmente al proletariado que se agolpaba a las puertas de las grandes ciudades en forma creciente.
Así se lo hizo saber a los referentes de la restauración conservadora en lo que se conoció como el Plan Pinedo. Desoída su advertencia emerge el peronismo y, con él, la industrialización argentina como proyecto económico-social, fruto de un movimiento popular y no de la vocación nacional de las clases dominantes y privilegiadas. Tal vez, en esta suerte de "pecado original" radique la principal fuente de antinomias de nuestro país.
Curiosamente, en Brasil, en el mismo período histórico, un líder populista como Getulio Vargas persuadía a los fazendeiros que su continuidad como clase dirigente dependía de la inversión de sus ganancias provenientes de la renta, en industrias. La irrupción de este proceso, a diferencia de lo ocurrido en nuestro país, consolidó la industria y un escenario de consensos e integración nacional.
Así, el Banco de Desarrollo de Brasil refleja emblemáticamente el acuerdo tácito, donde los grandes proyectos de inversión de la poderosa clase industrial son financiados a largo plazo con los aportes salariales de los trabajadores. Esta maduración política alcanzó su punto cúlmine, cuando esa clase industrial dominante acompañó el ascenso a la presidencia de la Nación de un obrero metalúrgico surgido de sus propias fábricas, Luiz Inacio Lula da Silva.
En la semana que pasó, el viceministro de Economía, Axel Kicillof, manifestó ante el Senado de la Nación que, para afirmar el rumbo industrializador abierto en 2003, se requiere de insumos y maquinarias que en muchos casos deben importarse y, consecuentemente, los dólares disponibles tienen que ser aplicados a esas prioridades y no a otras. Este planteo, imprescindible en el derrotero de construir una Nación moderna e integrada por la vía del empleo y el salario, colisiona con el reclamo de sectores sociales acomodados de destinar los dólares a altas tasas de ahorro y a mantener un nivel de consumo global, al margen de la armonía social y la solvencia macroeconómica que el país requiere.
Obtener ganancias provenientes de la renta agropecuaria o financiera en la Argentina y convertirlas en dólares para luego comportarse como una suerte de "habitante de privilegio" del mundo, consumiendo y ahorrando en cualquier parte del orbe, no es el comportamiento de un sector social que pretende liderar una Nación.
La Argentina es un país de 2,8 millones de kilómetros cuadrados y 40 millones de habitantes. Profundizar el desarrollo industrial y tener una moneda representativa de esos activos nacionales son factores decisivos para su existencia misma. Esa es la voluntad del Gobierno, que aún encuentra fuertes resistencias entre quienes deberían liderar la profundización del desarrollo económico.
En definitiva, se trata de transformar las ganancias en industria, como medio de asegurar el valor de esos beneficios en el largo plazo. Es un arduo camino, pero que consolida a la Argentina como Nación, hace converger los intereses de todas las clases sociales y, además, legitima a la clase económicamente más acomodada. La dolarización sistemática de la renta ganada en el país es un atajo lleno de conflictos y tensiones insolubles, que otros países del continente han abandonado. La industria es la verdadera prenda de unión nacional y consenso social.
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