Se están resquebrajando los mitos fundantes de los argentinos
Casi como si fuera una trágica ironía del destino que se puso a jugar con los números, para muchos argentinos el período 2020/2021 vino a cerrar un ciclo que comenzó en 2001/2002. Detectan un hilo invisible que une las dos peores crisis que soportó este país. De orígenes y configuraciones muy diferentes, ambas instancias comparten las caídas económicas más violentas de nuestra historia. En 2002, la contracción fue del 11% y en 2020, del 10%. Prácticamente iguales. Más allá del minucioso análisis que podría hacerse sobre las diferencias entre uno y otro momento, que las hay y muchas, soslayar este gran factor que tienen en común implica una de las cosas más peligrosas que hay: obviar lo obvio.
Tal vez no sea casual que Joaquín Sabina, ese poeta que además canta, le haya escrito a uno de sus primeros amores por estos lares: “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”. Esa obra con reminiscencias tangueras que bautizó “Con la frente marchita” terminaría incluyendo una de sus frases más memorables. Fue pensada para ella, sí, pero en su nombre parecería haberle dejado un mensaje escondido en la entrelínea a la idiosincrasia argentina.
Los mitos son construcciones simbólicas diseñadas por los seres humanos para enviarse mensajes a sí mismos. Allí se cruzan miedos, expectativas, recuerdos, imágenes, relatos, sueños, pesadillas y deseos que operan, desde que el hombre es hombre, como fuentes de sentido. A veces útiles, a veces contraproducentes. Nunca inocuos.
Eternos sobrevivientes de crisis cíclicas y recurrentes, durante años en los peores momentos nos hemos abrazado a nuestros mitos fundantes para recrear la esperanza.
Hay dos de ellos que en esta novedosa conceptualización de ciclo cerrado se están fragilizando como nunca. La percepción de que al final nunca terminamos de salir de aquella gran crisis de 2001/2002, sumada a la devastación emocional de la pandemia, ha calado tan hondo que buena parte de la sociedad no sabe cómo hacer para sostener nuestra emblemática capacidad de resistencia.
El primero de los mitos hoy cuestionados es la afirmación de que “somos un país rico”. Las evidencias son demasiado crueles como para que lo sigamos sosteniendo. Tal vez alguna vez lo fuimos, pero ya ocurrió tan lejos en el tiempo que la memoria resulta borrosa y errática. Sobre todo cuando al revisar los números comprobamos que una familia de clase media alta hoy tiene un ingreso en sus hogares que promedia los $200.000 mensuales. Traducido a valores internacionales, unos 1100 dólares o, peor, 965 euros, ambos a la cotización blue.
Si vamos un escalón más abajo en la pirámide social, la cosa es mucho peor. Una familia de clase media baja tiene hoy ingresos promedio en su hogar –todos los que aportan dinero– del orden de los $100.000 mensuales, o dicho de otro modo, 550 dólares blue.
Si así está la clase media, es sencillo entender los motivos de su malestar. Y sobre todo, de sus temores. Al comprobar el deterioro de su poder adquisitivo frente a lo que definen como “una disparada inflacionaria”, los fantasmas del descenso social se activan. Vienen de sortear la peor de todas las amenazas para cualquier ser humano: perder su vida. Ahora se enfrentan a otra que también consideran muy relevante: perder su calidad de vida. Dicen con desesperación: “Mi vida es una tijera”.
Es en ese marco donde el segundo mito que se percibe jaqueado es el que quizá más nos dolería perder porque es profundamente identitario: “Mi hijo el doctor”. Una idea nodal que interpelaba el esfuerzo y el sacrificio de aquellos inmigrantes para quienes el progreso era una posibilidad cierta, concreta, accesible, en definitiva, real. Se convocaban a sí mismos desde el futuro con el sueño de la movilidad social ascendente entre ceja y ceja.
Peligrosamente, ambos mitos fundantes están siendo desplazados por otros. Los nuevos son mucho menos atractivos. Demasiado realistas y oscuros para volverse inspiradores. No convocan a nada, provocan apatía. Estamos yendo de “somos un país rico” a “somos un país pobre” y de “mi hijo el doctor” a “no importa lo que pase, nada va a cambiar”.
Parecería estar finalmente cumpliéndose, casi un siglo después, la aterradora profecía que inmortalizara el maestro Discépolo cuando para describir los comienzos del siglo XX, en 1934, dijera: “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor. Ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador. ¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! Lo mismo un burro que un gran profesor. No hay aplazaos (qué va a haber) ni escalafón... Si uno vive en la impostura y otro afana en su ambición, da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”.
Los primeros que, muy probablemente sin conocer la poesía de Discépolo ni la de Sabina, parecieran haber comprendido lo que está pasando son los jóvenes. Quienes hoy tienen entre 16 y 25 años nacieron en los alrededores de la gran crisis y crecieron viendo sus secuelas. Se reconocen como los hijos del ciclo al que hoy muchos de ellos dan por terminado. Sus padres no encuentran fácilmente argumentos para rebatirlos.
En simultáneo al deterioro social y económico, disfrutaron el auge de la tecnología, lo que operó como un gran paliativo. Pensemos solamente que en el año 2000 apenas el 6% de la población mundial tenía acceso a internet. En aquel entonces, una élite. Hoy acceden a la web 4500 millones de personas en el mundo, el 60% de la población global. Además, 3500 millones de personas tienen un smartphone y 4200 millones acceden a las redes sociales.
Los jóvenes son, en términos del sociólogo Byun Chul Han, la expresión más contundente de “la era de la positividad”. Su vida fue “todo sí”. ¿Querían un disco o hasta una canción? Solo tenían que hacer clic. Para eso se inventaron iTunes, Spotify, Apple Music y Shazam. ¿Querían un libro? Mismo acto, Amazon mediante. ¿Leer las noticias? Bastaba entrar a los diarios digitales. ¿Ver una película? Netflix. ¿Ver un video? YouTube. ¿Tenían una duda? Google. ¿Querían conocer el mundo? Allí estaban las low cost, Trip Advisor, Airbnb, Uber y Cabify.
Hasta que llegó la pandemia. Y entonces pasaron del “todo sí” al “todo no”. ¿Querés ver a tus amigos? No. ¿Querés ir a bailar? No. ¿Querés ir a un bar? No. ¿Querés ir a la facultad? No. ¿Querés celebrar tu viaje de egresados? No. ¿Querés tener sexo? No. ¿Querés conseguir tu primer trabajo? No. ¿Querés ver un recital? No. ¿Querés ir a la cancha? No. ¿Querés viajar? Obvio, no.
Les pidieron que se encierren y lo hicieron por triplicado. En sus casas, de ahí en sus cuartos y de ahí en sí mismos. Sobrevivieron, como todos, adentrándose en “la caverna digital”. El único lugar donde había un “sí” en el año y medio del “no”.
Ahora, al salir, ven los rastros de la que fue nuestra guerra y alzan lastimosamente la bandera blanca. “No le pongo más futuro al país”, dicen literalmente. “Podrá tenerlo, pero ocúpense ustedes. Yo hasta acá llegué”. Preguntan: ¿qué sentido tiene trabajar y esforzarse si no se puede ahorrar? Si no se puede ahorrar, no se puede progresar. Simple. Por eso, más allá de que lo concreten o no, el exilio domina la conversación. Ya no se quieren ir, ahora se quieren escapar. A cualquier lado donde haya alguna oportunidad que acá no ven. Con dolor y, en muchos casos, con lágrimas en los ojos, a los padres no les queda más que asentir.
Con decepción los impulsan a irse y se quedan pensativos, en silencio, apagados. Como si las palabras de Sabina y Discépolo repiquetearan en sus cabezas y los llevaran a interrogarse: ¿habrán tenido finalmente razón?
Sobre esta trama de emociones al límite, y con el corazón en la mano, se votará el próximo domingo.
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