Salimos, sí, pero distintos y con nuevas incertidumbres
El mal humor social que se palpa en la calle muestra que la pandemia dejó un impacto psicológico que está desatendido; la inflación y el impacto de la guerra en el este europeo hacen más explosivo el cóctel; para escapar, cada uno construye su propia burbuja
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Los indicadores de Google y Apple señalan que la sociedad global ya volvió a los niveles de movilidad de 2019. Salimos sí, pero no iguales. No somos los mismos porque pasamos por donde pasamos. Y eso aún está en proceso. Se puede ver en las calles de Nueva York a una gran cantidad de personas caminar o correr con sus AirPods colocados. Los minúsculos auriculares inalámbricos de color blanco impoluto no solo les permiten hablar por teléfono, escuchar música, la radio o un podcast, sino que brindan una prestación invalorable en este momento. Les permiten circular metidos en su burbuja.
Como si fuera un fantasma, el miércoles pasado, día del censo nacional, apareció en Twitter un hashtag que no solo hablaba del conocido sarcasmo y la ironía que caracterizan a esa red social, sino del trauma que nos quedó. Algo habitual en cualquier censo, un hecho que ocurre un día cada 10 años, volvió a nuestras emociones como un déjà vu: “Quedate en casa”. El hashtag del terror era: “Fase 1″. Lo que podría tomarse como un dato muy menor –ninguna red social expresa la realidad en su totalidad– es un síntoma de las heridas que aún permanecen abiertas. No se puede comprender el in crescendo de mal humor social que se vibra en la calle, en el mundo y acá, ni las conductas que están teniendo las consumidores, si únicamente los analizamos con los parámetros clásicos, desatendiendo el impacto psicológico que dejó la pandemia más la cuarentena. 2020 vive en 2022.
Al salir la sociedad esperaba, anhelaba, deseaba, necesitaba sanar. Para poder hacerlo requería una condición básica: sentir que el entorno dejaba de ser amenazante. Solo así podría bajar un poco la guardia y metabolizar el sufrimiento que venía de atravesar. Se encontró con todo lo contrario.
Esta semana, The Economist publica en su tapa una imagen con tres espigas de trigo y un título inquietante: “The coming food catastrophe” (“La catástrofe alimentaria que viene”). El 22 de enero de este año, la tonelada de trigo tenía un valor internacional de 257 dólares. El pasado viernes cerró en 430 dólares. El prestigioso PEW Research acaba de realizar una investigación sobre las principales preocupaciones de los estadounidenses: el 70% dijo estar muy preocupado por la inflación y el 23%, moderadamente preocupado.
Es, por lejos, la situación que más intranquiliza a los ciudadanos de la principal potencia económica mundial. Un país donde la suba de los precios no ocupaba el centro de la escena desde hace 40 años está shockeado porque aun con pleno empleo la gente está fastidiosa. Es comprensible: para la gran mayoría, la inflación es un fenómeno desconocido. En el último año acumula un crecimiento del 8,3% promedio anual. La gente en la calle ya habla de 20/25% por año.
En Europa las cosas no están mucho mejor. Inglaterra tiene también la mayor suba general de los precios de las últimas cuatro décadas: 9% anual. Los austeros alemanes, 7,4% anual, y hasta los países nórdicos, cuyo estilo de vida es un modelo aspiracional en gran parte del mundo, no logran dominar el fenómeno: oscilan en el 6% anual.
Aquellos que habían realizado inversiones de riesgo tienen más motivos para el malestar. Las acciones empresarias que cotizan en Wall Street están en un tobogán que nadie puede predecir muy bien dónde termina. Uno de los principales índices, el S&P 500, tiene el cuarto peor comienzo de año, después de los de 1932 (Gran Depresión), 1940 (Segunda Guerra Mundial) y 1970 (Guerra de Vietnam). El índice Nasdaq, dominado por las empresas tecnológicas, que vivió un boom por la aceleración de la transformación digital en la pandemia, tiene una caída aun peor: -27%. El bitcoin, que llegó a cotizar por encima de los 66.000 dólares en octubre de 2021, hoy se mueve alrededor de los 30.000 dólares. Es decir, perdió en apenas meses más de la mitad de su valor.
Qué, cuánto y cómo iba a cambiar la pandemia nuestras costumbres y hábitos fue un tema de debate en los análisis prospectivos de múltiples disciplinas. Desde el delirio de “nunca jamás nada volverá a ser igual” y “todo será digital” hasta “no pasa nada”, hubo de todo en el medio.
En W y el Lab de Tendencias Almatrends seguimos muy de cerca el proceso, y nuestra hipótesis era que probablemente algunas cosas cambiarían, pero que el mundo mantendría la fisonomía previa. La gente querría volver a todo, o a casi todo. No habría, y de hecho no hubo, ningún regreso a la vida rural del siglo XVIII ni tampoco una revolución moral anticonsumo. Aquella idea del fin del capitalismo que circulaba por el torrente informativo en los oscuros días del encierro fue más la expresión de deseo de ciertos intelectuales anticapitalistas que en el fragor del pánico creyeron divisar su fantasía en el horizonte, antes que una posibilidad cierta.
La sociedad global ya había votado hace rato. Quería y quiere consumir, quería y quiere vivir lo mejor posible. La fantasía preindustrial la deja para las películas de Netflix. Ese mundo solo era interesante para la monarquía y su corte. Para todo el resto era un espanto. Había 90% de analfabetos y pobres. Hoy esos valores son del 10%, de acuerdo con una investigación que realizó el economista y filósofo alemán Max Roser, fundador de Our World in Data.
La pandemia nos legó una aceleración de la transformación digital, sin dudas. Por ejemplo, el comercio electrónico, que en los Estados Unidos representaba el 11% de todo lo que se vendía en 2015 y 16% en 2019, llegó a ser el 21% en 2020. Prácticamente logró mantener todo ese terreno ganado: hoy es el 20,3%, de acuerdo a los datos de e-marketer. También nos legó un nuevo modelo laboral, poniendo en debate algo que no estaba en discusión hasta entonces: la oficina.
Si hay que elegir una disrupción verdadera, esta es para mí la más relevante. La aceleración digital ya estaba, solo se aceleró. El dilema y las tensiones sobre el lugar físico de trabajo son una novedad inesperada, que en la actualidad tiene un final completamente abierto. Todos están probando. Acá sí parecería que es muy difícil que volvamos exactamente al modelo anterior.
Por lo demás, la vida sigue. Volvió prácticamente todo. Los recitales, los restaurantes, los boliches, la cancha, los viajes, las reuniones sociales, los eventos corporativos, el saludo dándose la mano o un beso, los abrazos. Volvimos, sí. Pero, insisto, no somos los mismos, porque atravesamos lo que atravesamos. Y porque la solución que encontraron los gobiernos para cruzar hoy está pasando factura.
La pandemia también nos legó una inflación global imprevista. En mayor o menor medida, recordando la experiencia de la Gran Depresión de los años 30, para atemperar los costos económicos y sociales de haber “cerrado el mundo”, las principales potencias tuvieron una política monetaria fuertemente expansiva. Emitieron dinero para dárselo de forma directa a la gente que había perdido su trabajo o no podía hacerlo desde su hogar. Eso, cruzado con la guerra entre Rusia y Ucrania, que disparó los precios de las commodities, es un cóctel explosivo. Inflación al cuadrado. Ahora están tratando de revertir ese proceso subiendo las tasas de interés, y los inversores huyen del riesgo. Y “baja todo” de manera estrepitosa. Desde las acciones de Apple y Amazon hasta las de Walmart y Target. En lo que sería un giro de 180 grados, se empieza a temer por una recesión en los Estados Unidos.
En 2020, el filósofo coreano Byung Chul Han publicó La sociedad paliativa, su primer libro que contemplaba lo que ocurrió con la pandemia. Allí hablaba de cuánto le cuesta a la sociedad posmoderna, moldeada por el disfrute, el placer y el hedonismo, tolerar las frustraciones y dificultades. Dice allí: “La sociedad paliativa es una sociedad del ‘me gusta’. Es víctima de un delirio por la complacencia. Todo se alisa y se pule hasta que resulte agradable. El like es el signo y también el analgésico del presente. Domina no solo los medios sociales sino todos los ámbitos de la cultura. Nada debe doler. No solo el arte, sino la propia vida, debe poder subirse a Instagram, es decir, carecer de aristas, conflictos y contradicciones que pudieran ser dolorosos. El dolor se interpreta como síntoma de debilidad. Es algo que hay que ocultar o eliminar optimizándolo. Hoy se priva al dolor de toda posibilidad de expresión. Está condenado a enmudecer”.
Después de la tristeza, el miedo y la angustia del tránsito, ahora nos encontramos con el malestar de la salida. Sil Almada, fundadora de Almatrends, afirma que al dejar atrás el “hábitat viral” ingresamos a un “hábitat emocional”. Ese dolor oculto, tapado, escondido aflora como enojo. Casi todos quieren mucho más de lo que pueden y no encuentran la forma de mitigar la incomodidad y la insatisfacción. Para escapar, al menos por un rato, cada uno construye su propia burbuja: un viaje corto, un show, una salida, ir al shopping, un encuentro con amigos en casa, darse algún gusto. Se trata de “huir” de un entorno que resulta ominoso y opresivo. Sucede en el mundo.
Acá, a todo eso le agregamos nuestra propia dosis de anabólicos. Son consumidores y ciudadanos, sí. Pero, ante todo, son seres humanos.
La salida también duele.
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