Racionalidad importada: el plan de Gobierno viene por el lado menos pensado
El fin de semana del 1 de septiembre de 2018 el presidente Mauricio Macri le ofreció a Carlos Melconian el Ministerio de Hacienda. Melconian pidió tiempo para pensarlo y, pese a que había soñado con esa propuesta al principio del mandato, la rechazó por la premura que exigía la confirmación. "Si alguien te presta US$57.000 millones, ya no tenés ministro de Economía", se excusó.
Melconian se refería al crédito que el Fondo Monetario Internacional (FMI) le había dado a la Argentina. Curiosidades de la política económica doméstica: dos años después, lo mismo que le había atado las manos al Palacio de Hacienda en la gestión de Cambiemos parece haberle dado a Alberto Fernández un plan de gobierno que hasta ahora estaba ausente.
El organismo con sede en Washington tiene experiencia en soluciones llave en mano, de manera que la Casa Rosada puede ahorrar tiempo y trabajo como quien elige una casa prefabricada. Después de todo, el Presidente, Martín Guzmán y Kristalina Georgieva no son tan distintos según el lugar desde el que se los mire.
Alberto Fernández llegó al poder con la promesa de estabilizar las cuentas públicas, algo que según sostiene aprendió de Néstor Kirchner. La diferencia con Mauricio Macri en ese punto es que el último intentó hacerlo por el lado de la reducción gradual del gasto público, mientras que el primero pasó el mediomundo por la costa de los ingresos. Es la lógica de medidas que se conocieron en diciembre pasado, como el impuesto al dólar, la suspensión de la movilidad jubilatoria y las retenciones al campo.
Aunque el ministro de Hacienda nunca mostró su plan, tampoco escondió su orientación. Guzmán se molesta con quienes militan el ajuste, pero levanta la bandera de la sustentabilidad fiscal y del crecimiento económico. Georgieva propone impulsar el crecimiento y la creación de empleo; reducir la pobreza y fortalecer la estabilidad macroeconómica. Si las palabras son valijas, como dicen los lingüistas, ambos las cargan con cosas parecidas.
Las coincidencias van más allá de lo evidente. Es impensable que Geoffrey Okamoto mantenga con Miguel Pesce las discusiones a las que se entregaba su antecesor, David Lipton, con el expresidente del Banco Central, Luis Caputo, para que la entidad monetaria argentina no vendiera al público los dólares que llegaban de Washington. Eso ocurre porque el Frente de Todos está cómodo con el cepo cambiario. Y la propia documentación del FMI sugiere tener retenciones al agro para normalizar el frente fiscal, algo que odiaba Mauricio Macri y está en la hoja programática del kirchnerismo.
Las medidas que tomó el Gobierno para hacerse de recursos en diciembre pasado tenían una particularidad: fueron diseñadas quirúrgicamente para aumentar ingresos ocasionando el menor daño posible a la base electoral del Frente de Todos.
La comunión entre el FMI y la Casa Rosada conduce ahora a una experiencia nueva que implica quitar beneficios a sus propios votantes, por ejemplo, mediante la reducción de la asistencia estatal y la suba de tarifas. Es el precio que hay que pagar para dar alguna señal de normalización. Lo intentó Mauricio Macri y lo llevó a un resultado anunciado. Quizás esa evidencia haya inspirado la carta de los senadores que responden a Cristina Kirchner.
Los alfiles de la vicepresidenta armaron una lista de críticas al FMI a partir de declaraciones de Mauricio Claver-Carone, ahora presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y hasta hace meses representante de EE. UU. en el Fondo. Sostienen que expresamente Donald Trump presionó al organismo para otorgar un crédito que le permitiera a Macri ganar las elecciones. Pero Claver-Carone nunca dijo aquello que los senadores dicen que dijo, según el hallazgo de Rafael Mathus Ruiz publicado esta semana en LA NACION.
Hay más muestras de que la plasticidad narrativa del kirchnerismo corre a veces por caminos distintos a los hechos. Alberto Fernández, por ejemplo, hizo campaña diciendo que el FMI había financiado la fuga de capitales en la gestión de Mauricio Macri. Es algo que sus propios funcionarios desmienten cuando se les pregunta por escrito y deben atenerse a las consecuencias que implica firmar un documento público.
El secretario de Hacienda, Raúl Rigo, parece haber saldado con las palabras de la burocracía los maniqueísmos de la política. En una nota enviada a LA NACION el 18 de noviembre pasado en respuesta a un pedido amparado en una ley nacional, sostuvo que los fondos provenientes del FMI fueron depositados en las cuentas operativas a nombre de la Tesorería General de la Nación con el objetivo de cubrir las necesidades de financiamiento del Sector Público.
Nada dice la documentación oficial sobre la fuga de capitales que promociona la política. El dato es esperanzador porque prometería que la implementación de un plan seguirá una línea discursiva turbulenta en la superficie y una aplicación menos folclórica en la base administrativa del Estado, una especie de defensa ante los voluntarismos más extremos de la política.
En la Argentina de los antagonismos la mirada sobre el papel del FMI se secciona también en términos binarios. Mientras una parte de los actores sociales lo considera un elemento de pérdida de soberanía, el empresariado lo ve como un organismo al que se pueda tercerizar la pavimentación de una ruta para salir de la crisis, como pasó con Egipto y Ucrania, bajo la conducción de Martín Guzmán.
Es un camino de destino indefinido. El ministro intenta convencer a los empresarios de invertir en el país mientras los legisladores que responden a Cristina Kirchner aceleran con el impuesto que más los espanta. O confirma la vigencia de la propiedad privada en la Argentina horas antes de que el Presidente avale las ideas de quienes la critican.
A la botonera del FMI la llaman "racionalidad importada" (el denominado Extended Fund Facility que negocia Guzmán con Washington). El temor del sector privado es que algunos socios políticos de la Casa Rosada suelen entusiasmarse con la fabricación en la Argentina de cosas que se hacen mejor afuera.
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